domingo, 24 de septiembre de 2017

Ella se llamaba María


Yo nunca me imaginé visitando el suelo Ruso. Usualmente uno termina en los lugares menos imaginados y las circunstancias más inesperadas. Y esta historia debería de ser acerca de la mujer que me invitó a visitar su país y que de hecho me alojó. Pero no lo es. Esta breve historia que a nadie debería de importarle, es acerca de otra mujer, de una mujer que de hecho no conozco y que con toda seguridad jamás volveré a ver.

Esta otra mujer, la desconocida, apareció en las calles de Moscú. Yo me dirigí hacia ella porque estaba perdido y desesperado. Quizás antes debería de hacer una pequeña digresión acerca de los motivos que me tenían extraviado. Necesitaba registrar oficialmente mi dirección en Rusia en alguno de los establecimientos que dan hospedaje de manera oficial. Previamente, como es lógico, había obtenido una visa para ingresar a ese país, y en ella se indicaba tanto el número de días de la estancia así como las ciudades que planeaba visitar. Como en realidad me hospedaba en un antiguo departamento de la era soviética, propiedad de un familiar de esa amiga que me invitó a su país, no podía ni incluir la dirección de ese departamento ni la del hotel en el que supuestamente me hospedaría dado que nunca me aparecí por ahí. A final de cuentas debía de obtener el documento de registro en otra parte, a saber, en este caso, un hostal. Bajo estas premisas me dirigí a un establecimiento tal.



Pero tampoco me he explicado a profundidad. Yo llegué a Rusia con la ingenua idea de que el inglés me sacaría a flote, y que encontraría las direcciones de los lugares con la misma facilidad con la que una vez lo hice en París. Pero el alfabeto, que hasta ese entonces sólo sabía se llamaba cirílico, me resultaba ininteligible. Para guiarme tenía un mapa barato que había comprado en un kiosco utilizando las únicas dos palabras que había aprendido hasta ese momento: "karta Moskvy". Como después me diría Iván, aquel muchacho ruso proveniente de Siberia: "este mapa no te sirve para nada, yo también lo compré al llegar a esta ciudad. Es un mapa para rusos. No para extranjeros". Los tres primeros días fueron un desastre, y era evidente la inmensa necesidad que tenía de poder leer en cirílico, de tener un celular que me permitiera encontrar direcciones con facilidad y de alguien que me guiara en medio de esa enorme ciudad.

Fue ahí en donde ella apareció. Me encontraba en medio de un entrecruce enorme de avenidas y me dirigí a un par de mujeres. Una de ellas era una muchacha alta, de cabellos gruesos de un rubio oscuro, llevaba puestas unas gruesas gafas de pasta. Para ese entonces ya había estado debatiéndome por más de una hora, intentando encontrar la dirección del lugar con las instrucciones en cirílico que otra muchacha había escrito para mí en un restaurante de fideos de arroz orientales. El único celular sin conexión a Internet, que tenía en ese momento se había descargado, no sin antes guiarme a un lugar equivocado en donde el pretendido sitio no estaba.

En medio de esa desesperación me dirigí hacia aquellas dos muchachas, pero al instante me pasaron de largo. Creí que simplemente me habían ignorado. Me había acostumbrado al hecho de ser ignorado, y a tener que resolver mis problemas, grandes o pequeños (aunque en ese momento me parecían enormes) por mí mismo. "Nadie me ayudará, pensé. Estoy solo". Me lo merecía. Sí, me lo merecía. Después de todo yo me había metido en esa situación. Yo había aceptado venir ahí a un lugar en donde no conocía la lengua. Yo había decidido dar aquellas rondas por la ciudad, buscando lugares desconocidos sin la ayuda de la tecnología. Había sido un ingenuo, un verdadero estúpido, simplemente idiota. Hasta ese momento había asumido falsamente muchas cosas desde el arrojo de la ingenuidad. No había nada que decir. Había llegado hasta ahí y no iba a darme por vencido. De alguna manera tendría que encontrar la dirección. Sí había sido un estúpido por ponerme a mí mismo en aquella situación, recordé que yo siempre había sido tenaz.

No esperaba ya nada de nadie cuando de pronto escuché una voz que se dirigió hacia mí en un inglés perfectamente inteligible pero con un marcado acento eslavo: "¿Necesitas ayuda?". Yo le respondí desde mi confusión al tiempo que en mi rostro seguramente se dibujaban algunas líneas que revelaban frustración: "Sí, estoy perdido. He invertido muchas horas buscando este lugar y no lo encuentro". De inmediato le extendí un papelucho con los nombres en cirílico que la otra muchacha había escrito.

La joven hizo uso de su celular, y de inmediato me dio instrucciones sobre cómo llegar. Pero al cabo de un rato dijo: "Te llevaremos hasta allá". Yo la interrumpí para decirle, "no es necesario, si tienes otras cosas que hacer no quiero molestarte. Ya me has explicado bastante". Pero ella respondió de inmediato con una gran amabilidad, "No es ninguna molestia, y de hecho no estamos haciendo nada, sólo paseábamos por la ciudad. Te llevaremos hasta allá". Al poco tiempo descubrí que la muchacha que poco a poco se fue quedando atrás hasta que finalmente la perdimos de vista, era su hermana.

En ese momento, cuando finalmente caminábamos los dos, dejando atrás las inmensas avenidas de Moscú y adentrándonos en un angosta callejuela, me preguntó, "¿de dónde eres?". "Soy de México", le respondí, pero hace muchos que no vivo ahí. ¿Y tú, eres de Moscú". Ella quizás encontró algo tonta mi pregunta, pero yo, que no era capaz de entender más allá del "да" y el "nнет", mucho menos era hubiera podido distinguir acentos". "He vivido once años aquí, pero soy del sur de Rusia". Yo no lo pensé en ese momento, pero sin duda mi corazón lo entendió: Cuando eres extranjero en tierra extraña y alguien demuestra, así sea un mínimo interés por tu persona y tu origen (o por lo que has sido o serás) eso llega a ser muy significativo. Esa persona te rescata del anonimato, te humaniza, dibuja las líneas de tu rostro por un instante para que por ellas fluyan todos los senderos que sin duda te llevaron hasta ese instante.

Y llegamos al lugar, delante de una pequeña puerta que se encontraba cerrada. "Hemos llegado", le dije, y luego agregué, "muchas gracias". Pero ella me dijo que llamaría a las personas que se encontraban dentro para que supieran que había llegado al lugar correcto. Incluso me dio el número de teléfono del hostal, para que pudiera comunicarme con ellos en caso de que fuera necesario. La puerta se abrió y ella se introdujo conmigo para asegurarse de que había comprendido que el lugar se encontraba en el piso número tres. "¿Cuál es tu nombre?, le pregunté". "Me llamo María", me respondió. Ella seguramente no entendió nada ni tenía porqué hacerlo. El nombre en sí significaba tanto para mí y más aun en aquella situación. "¿María?", le dije titubeando, como si el nombre contuviera algo de sobrenatural. "Sí". Afirmó. A mí la cabeza se me pobló de ideas. Yo ya estaba pensando si habría alguna manera de mantener la comunicación con ella. Una persona así, con esa amabilidad, capaz de desviarse de sus actividades, de asegurarse de que un desconocido a quien no le debía absolutamente nada llegara al lugar correcto, pertenecía a ese grupo de personas por las que había que morir y vivir. Y en esos momentos decisivos pensé en las palabras que diría para dirigirme hacia ella, en lo que mencionaría para darle a entender que a mí me gustaría mantener el contacto. Para darle a entender, sin parecer un desesperado, que alguien como ella me haría mucha falta en Moscú... que deseaba volver a verla... y sólo se me ocurrió decir una frase tonta que había escuchado tantas veces decir, invítala a tomar un café: "¿Te puedo invitar un café? Has sido tan amable". Pero ella sólo gesticuló con el cuerpo y sonriendo algo apenada dijo: "No, no... no es necesario. Estás aquí, llegaste, es lo importante. Disfruta el viaje". María... María era el nombre de aquella amiga que me invitó a conocer su país y repetidas veces me abandonó a mi suerte en medio de la gran ciudad. La que apagó el teléfono la primera noche que me extravié intentando recordar el camino hasta su casa. La que se molestó cuando le pedí que me acompañara a encontrar ese famoso hostal. La que ni siquiera quiso ir a recibirme al aeropuerto cuando llegué.

Y en cambio, a esa otra María, a la servicial, a la atenta, no logré conocerla. Seguramente ella no me recuerda, pero todos lo que le lean estas líneas sabrán que hay o hubo un muchacho mexicano que todavía piensa o pensaba en ella, ya sea que para ese entonces me encuentre vivo o muerto.