miércoles, 15 de noviembre de 2017



Últimamente me he sabido solo. Vivo solo desde hace años. Las parejas estables no son lo mío. Si alguna vez he intentado forjar una relación duradera lo hice basado en espejismos. Amé a quien no me amaba. Creí amar, tal vez, alguna vez. El tiempo, solo, se encargo de disolver lo que carecía de substancia. En el pasado aparecen sólo imágenes opacas. A veces recupero la sonrisa de algún ser fantasmal antiguamente amado. Pero su mirada ya no me dice nada. He llegado a preguntarme si ese pasado fue real. Quizás sueño con avenidas imaginarias desde las cuales asciende mi vida.

Creo pertenecer a una especie distinta. Sin pretenderlo me he transformado en algo que no esperaba ser. No siempre fue así. Lo reconozco. Antiguamente sufrí. Algunas veces perdí aquello que había deseado tanto. Mas aun, sin siquiera llegar a poseerlo. Los deseos también son espejismos. ¿Cuántas veces he mencionado esa palabra? E s p e j i s m o . . . Pero eso son. Duran poco tiempo vivos. Si se les satisfacen, perecen, porque la satisfacción va en contra de su naturaleza. Si no se les satisface también se extinguen, aunque tienen una vida algo más larga y tormentosa. Finalmente mueren de inanición. Se devoran a sí mismos. Lo he sentido. No hay un solo ser que no haya deseado algo. Y ahora estoy hablando tan sólo de los deseos asociados con el amor. Hay tantas especies...

Ahora vivo solo y me cuesta amar. Soy un ermitaño. Dejé de buscar. No lo sé. En mí han cambiado muchas cosas. No puedo decirlas todas aquí. Tampoco viene al caso. Me regocijo en la soledad que no crea conflictos ni dependencias. La celebro y me celebro a mí mismo intensamente. En mí que sólo hay ecos y resonancias siento florecer el germen de algo gigantesco. Tengo diálogos fascinantes con el vacío y el silencio. Pero también con los espacios, con los objetos, con las estaciones y con estructuras tan abstractas que nunca lograré poner el palabras. El ser sólo se manifiesta cuando el mundo calla. Cuando todo es silencio podemos finalmente acceder ese mar ignoto donde todo es calma.




domingo, 5 de noviembre de 2017

Ella se llamaba Milena

Ella se llamaba Milena y ahora, pasados siete años, creo que finalmente entiendo la manera en la que me enamoré. Sí, la manera en la que me enamoré de ella, de Milena. Yo era un muchacho mexicano cumpliendo un intercambio académico en Barcelona por vía de una universidad estadounidense. Ella era una muchacha serbia que había conseguido una beca para cursar una maestría de un año en filología en la misma facultad. El destino nos encontró y terminamos tomando el mismo curso sobre filosofía y lengua castellana.


Ese curso era una niñería, por supuesto. Mi incapacidad para reconocer las variantes sonoras del castellano era, sin embargo, evidente. No tuve más remedio que recurrir a su ayuda. Y se la pedí mediante un correo electrónico que tardó varios días en responder. Llegué a pensar que me había ignorado y me encontré con una gran sorpresa cuando finalmente me respondió y me sugirió que nos viéramos en la biblioteca. Necesitaba su ayuda, sin duda, pero quería del mismo modo verla. Y la vi, quizás dos veces en aquella biblioteca. Todo ella era un encanto. Joven, hermosa, inteligente, sensual... Respondía con sonrisas coquetas y una cierta fragilidad infantil a mis comentarios y a mis bromas. No sé si ese día llevaba un vestido gris y unas mallas verdes, o viceversa. Son detalles a los que quizás jamás podré volver a través de la memoria. Pero recuerdo esas mallas y aquellas piernas torneadas.
Hay momento determinantes, ahora lo entiendo. Instantes que marcan un antes y un después. Y para mí lo fue aquella mañana. Yo llevaba sobre la mano un libro, Borges profesor. Borges había sido profesor, y el libro era una recopilación de charlas universitarias impartidas por el escritor en torno a la literatura inglesa. Había algo magistral en esas clases fundamentadas quizás en la improvisación, la digresión y la variación en torno a temas bases. Yo le hablé de la belleza y la elocuencia que se asomaba en la oralidad de Borges. Y ahora, años después, puedo constatar este hecho al escuchar sus charlas magistrales.

Recuerdo que ella me miraba llena de interés cuando al cabo de un rato decidió examinar el libro. Lo volteó y encontró ahí una cita del mismo Borges. La leyó en voz alta y al cabo de un rato decidió copiarla en un cuaderno que llevaba. Me conmovió verla copiar esos fragmentos de aquel argentino genial a la luz de los enormes ventanales y atesorarlos como parte de sus recuerdos. Lucía como una niña de escuela primaria haciendo sus deberes mientras su cabello reflejaba luminiscencias de un rubio arenoso. Supe en ese instante que yo podía amar a esa mujer.

Hoy, después de casi ocho años me pregunto si todavía conserva el cuaderno en donde escribió aquella cita...

miércoles, 1 de noviembre de 2017

De morir solo

Verdaderamente uno puede morirse sin que a nadie le importe. En este momento me encuentro terriblemente deprimido y sé que nadie quiere o puede ayudarme. Estoy solo, lo sé. No sé ni siquiera por qué escribo estas líneas. ¿A quién le hablo? ¿Qué es esto que escribo? ¿Desde dónde y para quién?