miércoles, 15 de noviembre de 2017



Últimamente me he sabido solo. Vivo solo desde hace años. Las parejas estables no son lo mío. Si alguna vez he intentado forjar una relación duradera lo hice basado en espejismos. Amé a quien no me amaba. Creí amar, tal vez, alguna vez. El tiempo, solo, se encargo de disolver lo que carecía de substancia. En el pasado aparecen sólo imágenes opacas. A veces recupero la sonrisa de algún ser fantasmal antiguamente amado. Pero su mirada ya no me dice nada. He llegado a preguntarme si ese pasado fue real. Quizás sueño con avenidas imaginarias desde las cuales asciende mi vida.

Creo pertenecer a una especie distinta. Sin pretenderlo me he transformado en algo que no esperaba ser. No siempre fue así. Lo reconozco. Antiguamente sufrí. Algunas veces perdí aquello que había deseado tanto. Mas aun, sin siquiera llegar a poseerlo. Los deseos también son espejismos. ¿Cuántas veces he mencionado esa palabra? E s p e j i s m o . . . Pero eso son. Duran poco tiempo vivos. Si se les satisfacen, perecen, porque la satisfacción va en contra de su naturaleza. Si no se les satisface también se extinguen, aunque tienen una vida algo más larga y tormentosa. Finalmente mueren de inanición. Se devoran a sí mismos. Lo he sentido. No hay un solo ser que no haya deseado algo. Y ahora estoy hablando tan sólo de los deseos asociados con el amor. Hay tantas especies...

Ahora vivo solo y me cuesta amar. Soy un ermitaño. Dejé de buscar. No lo sé. En mí han cambiado muchas cosas. No puedo decirlas todas aquí. Tampoco viene al caso. Me regocijo en la soledad que no crea conflictos ni dependencias. La celebro y me celebro a mí mismo intensamente. En mí que sólo hay ecos y resonancias siento florecer el germen de algo gigantesco. Tengo diálogos fascinantes con el vacío y el silencio. Pero también con los espacios, con los objetos, con las estaciones y con estructuras tan abstractas que nunca lograré poner el palabras. El ser sólo se manifiesta cuando el mundo calla. Cuando todo es silencio podemos finalmente acceder ese mar ignoto donde todo es calma.




domingo, 5 de noviembre de 2017

Ella se llamaba Milena

Ella se llamaba Milena y ahora, pasados siete años, creo que finalmente entiendo la manera en la que me enamoré. Sí, la manera en la que me enamoré de ella, de Milena. Yo era un muchacho mexicano cumpliendo un intercambio académico en Barcelona por vía de una universidad estadounidense. Ella era una muchacha serbia que había conseguido una beca para cursar una maestría de un año en filología en la misma facultad. El destino nos encontró y terminamos tomando el mismo curso sobre filosofía y lengua castellana.


Ese curso era una niñería, por supuesto. Mi incapacidad para reconocer las variantes sonoras del castellano era, sin embargo, evidente. No tuve más remedio que recurrir a su ayuda. Y se la pedí mediante un correo electrónico que tardó varios días en responder. Llegué a pensar que me había ignorado y me encontré con una gran sorpresa cuando finalmente me respondió y me sugirió que nos viéramos en la biblioteca. Necesitaba su ayuda, sin duda, pero quería del mismo modo verla. Y la vi, quizás dos veces en aquella biblioteca. Todo ella era un encanto. Joven, hermosa, inteligente, sensual... Respondía con sonrisas coquetas y una cierta fragilidad infantil a mis comentarios y a mis bromas. No sé si ese día llevaba un vestido gris y unas mallas verdes, o viceversa. Son detalles a los que quizás jamás podré volver a través de la memoria. Pero recuerdo esas mallas y aquellas piernas torneadas.
Hay momento determinantes, ahora lo entiendo. Instantes que marcan un antes y un después. Y para mí lo fue aquella mañana. Yo llevaba sobre la mano un libro, Borges profesor. Borges había sido profesor, y el libro era una recopilación de charlas universitarias impartidas por el escritor en torno a la literatura inglesa. Había algo magistral en esas clases fundamentadas quizás en la improvisación, la digresión y la variación en torno a temas bases. Yo le hablé de la belleza y la elocuencia que se asomaba en la oralidad de Borges. Y ahora, años después, puedo constatar este hecho al escuchar sus charlas magistrales.

Recuerdo que ella me miraba llena de interés cuando al cabo de un rato decidió examinar el libro. Lo volteó y encontró ahí una cita del mismo Borges. La leyó en voz alta y al cabo de un rato decidió copiarla en un cuaderno que llevaba. Me conmovió verla copiar esos fragmentos de aquel argentino genial a la luz de los enormes ventanales y atesorarlos como parte de sus recuerdos. Lucía como una niña de escuela primaria haciendo sus deberes mientras su cabello reflejaba luminiscencias de un rubio arenoso. Supe en ese instante que yo podía amar a esa mujer.

Hoy, después de casi ocho años me pregunto si todavía conserva el cuaderno en donde escribió aquella cita...

miércoles, 1 de noviembre de 2017

De morir solo

Verdaderamente uno puede morirse sin que a nadie le importe. En este momento me encuentro terriblemente deprimido y sé que nadie quiere o puede ayudarme. Estoy solo, lo sé. No sé ni siquiera por qué escribo estas líneas. ¿A quién le hablo? ¿Qué es esto que escribo? ¿Desde dónde y para quién?

domingo, 24 de septiembre de 2017

Ella se llamaba María


Yo nunca me imaginé visitando el suelo Ruso. Usualmente uno termina en los lugares menos imaginados y las circunstancias más inesperadas. Y esta historia debería de ser acerca de la mujer que me invitó a visitar su país y que de hecho me alojó. Pero no lo es. Esta breve historia que a nadie debería de importarle, es acerca de otra mujer, de una mujer que de hecho no conozco y que con toda seguridad jamás volveré a ver.

Esta otra mujer, la desconocida, apareció en las calles de Moscú. Yo me dirigí hacia ella porque estaba perdido y desesperado. Quizás antes debería de hacer una pequeña digresión acerca de los motivos que me tenían extraviado. Necesitaba registrar oficialmente mi dirección en Rusia en alguno de los establecimientos que dan hospedaje de manera oficial. Previamente, como es lógico, había obtenido una visa para ingresar a ese país, y en ella se indicaba tanto el número de días de la estancia así como las ciudades que planeaba visitar. Como en realidad me hospedaba en un antiguo departamento de la era soviética, propiedad de un familiar de esa amiga que me invitó a su país, no podía ni incluir la dirección de ese departamento ni la del hotel en el que supuestamente me hospedaría dado que nunca me aparecí por ahí. A final de cuentas debía de obtener el documento de registro en otra parte, a saber, en este caso, un hostal. Bajo estas premisas me dirigí a un establecimiento tal.



Pero tampoco me he explicado a profundidad. Yo llegué a Rusia con la ingenua idea de que el inglés me sacaría a flote, y que encontraría las direcciones de los lugares con la misma facilidad con la que una vez lo hice en París. Pero el alfabeto, que hasta ese entonces sólo sabía se llamaba cirílico, me resultaba ininteligible. Para guiarme tenía un mapa barato que había comprado en un kiosco utilizando las únicas dos palabras que había aprendido hasta ese momento: "karta Moskvy". Como después me diría Iván, aquel muchacho ruso proveniente de Siberia: "este mapa no te sirve para nada, yo también lo compré al llegar a esta ciudad. Es un mapa para rusos. No para extranjeros". Los tres primeros días fueron un desastre, y era evidente la inmensa necesidad que tenía de poder leer en cirílico, de tener un celular que me permitiera encontrar direcciones con facilidad y de alguien que me guiara en medio de esa enorme ciudad.

Fue ahí en donde ella apareció. Me encontraba en medio de un entrecruce enorme de avenidas y me dirigí a un par de mujeres. Una de ellas era una muchacha alta, de cabellos gruesos de un rubio oscuro, llevaba puestas unas gruesas gafas de pasta. Para ese entonces ya había estado debatiéndome por más de una hora, intentando encontrar la dirección del lugar con las instrucciones en cirílico que otra muchacha había escrito para mí en un restaurante de fideos de arroz orientales. El único celular sin conexión a Internet, que tenía en ese momento se había descargado, no sin antes guiarme a un lugar equivocado en donde el pretendido sitio no estaba.

En medio de esa desesperación me dirigí hacia aquellas dos muchachas, pero al instante me pasaron de largo. Creí que simplemente me habían ignorado. Me había acostumbrado al hecho de ser ignorado, y a tener que resolver mis problemas, grandes o pequeños (aunque en ese momento me parecían enormes) por mí mismo. "Nadie me ayudará, pensé. Estoy solo". Me lo merecía. Sí, me lo merecía. Después de todo yo me había metido en esa situación. Yo había aceptado venir ahí a un lugar en donde no conocía la lengua. Yo había decidido dar aquellas rondas por la ciudad, buscando lugares desconocidos sin la ayuda de la tecnología. Había sido un ingenuo, un verdadero estúpido, simplemente idiota. Hasta ese momento había asumido falsamente muchas cosas desde el arrojo de la ingenuidad. No había nada que decir. Había llegado hasta ahí y no iba a darme por vencido. De alguna manera tendría que encontrar la dirección. Sí había sido un estúpido por ponerme a mí mismo en aquella situación, recordé que yo siempre había sido tenaz.

No esperaba ya nada de nadie cuando de pronto escuché una voz que se dirigió hacia mí en un inglés perfectamente inteligible pero con un marcado acento eslavo: "¿Necesitas ayuda?". Yo le respondí desde mi confusión al tiempo que en mi rostro seguramente se dibujaban algunas líneas que revelaban frustración: "Sí, estoy perdido. He invertido muchas horas buscando este lugar y no lo encuentro". De inmediato le extendí un papelucho con los nombres en cirílico que la otra muchacha había escrito.

La joven hizo uso de su celular, y de inmediato me dio instrucciones sobre cómo llegar. Pero al cabo de un rato dijo: "Te llevaremos hasta allá". Yo la interrumpí para decirle, "no es necesario, si tienes otras cosas que hacer no quiero molestarte. Ya me has explicado bastante". Pero ella respondió de inmediato con una gran amabilidad, "No es ninguna molestia, y de hecho no estamos haciendo nada, sólo paseábamos por la ciudad. Te llevaremos hasta allá". Al poco tiempo descubrí que la muchacha que poco a poco se fue quedando atrás hasta que finalmente la perdimos de vista, era su hermana.

En ese momento, cuando finalmente caminábamos los dos, dejando atrás las inmensas avenidas de Moscú y adentrándonos en un angosta callejuela, me preguntó, "¿de dónde eres?". "Soy de México", le respondí, pero hace muchos que no vivo ahí. ¿Y tú, eres de Moscú". Ella quizás encontró algo tonta mi pregunta, pero yo, que no era capaz de entender más allá del "да" y el "nнет", mucho menos era hubiera podido distinguir acentos". "He vivido once años aquí, pero soy del sur de Rusia". Yo no lo pensé en ese momento, pero sin duda mi corazón lo entendió: Cuando eres extranjero en tierra extraña y alguien demuestra, así sea un mínimo interés por tu persona y tu origen (o por lo que has sido o serás) eso llega a ser muy significativo. Esa persona te rescata del anonimato, te humaniza, dibuja las líneas de tu rostro por un instante para que por ellas fluyan todos los senderos que sin duda te llevaron hasta ese instante.

Y llegamos al lugar, delante de una pequeña puerta que se encontraba cerrada. "Hemos llegado", le dije, y luego agregué, "muchas gracias". Pero ella me dijo que llamaría a las personas que se encontraban dentro para que supieran que había llegado al lugar correcto. Incluso me dio el número de teléfono del hostal, para que pudiera comunicarme con ellos en caso de que fuera necesario. La puerta se abrió y ella se introdujo conmigo para asegurarse de que había comprendido que el lugar se encontraba en el piso número tres. "¿Cuál es tu nombre?, le pregunté". "Me llamo María", me respondió. Ella seguramente no entendió nada ni tenía porqué hacerlo. El nombre en sí significaba tanto para mí y más aun en aquella situación. "¿María?", le dije titubeando, como si el nombre contuviera algo de sobrenatural. "Sí". Afirmó. A mí la cabeza se me pobló de ideas. Yo ya estaba pensando si habría alguna manera de mantener la comunicación con ella. Una persona así, con esa amabilidad, capaz de desviarse de sus actividades, de asegurarse de que un desconocido a quien no le debía absolutamente nada llegara al lugar correcto, pertenecía a ese grupo de personas por las que había que morir y vivir. Y en esos momentos decisivos pensé en las palabras que diría para dirigirme hacia ella, en lo que mencionaría para darle a entender que a mí me gustaría mantener el contacto. Para darle a entender, sin parecer un desesperado, que alguien como ella me haría mucha falta en Moscú... que deseaba volver a verla... y sólo se me ocurrió decir una frase tonta que había escuchado tantas veces decir, invítala a tomar un café: "¿Te puedo invitar un café? Has sido tan amable". Pero ella sólo gesticuló con el cuerpo y sonriendo algo apenada dijo: "No, no... no es necesario. Estás aquí, llegaste, es lo importante. Disfruta el viaje". María... María era el nombre de aquella amiga que me invitó a conocer su país y repetidas veces me abandonó a mi suerte en medio de la gran ciudad. La que apagó el teléfono la primera noche que me extravié intentando recordar el camino hasta su casa. La que se molestó cuando le pedí que me acompañara a encontrar ese famoso hostal. La que ni siquiera quiso ir a recibirme al aeropuerto cuando llegué.

Y en cambio, a esa otra María, a la servicial, a la atenta, no logré conocerla. Seguramente ella no me recuerda, pero todos lo que le lean estas líneas sabrán que hay o hubo un muchacho mexicano que todavía piensa o pensaba en ella, ya sea que para ese entonces me encuentre vivo o muerto.

viernes, 5 de agosto de 2016

Días que pasan.






Cuando ya toda está en orden, y has limpiado la mierda de los perros, y has trapeado el patio con cloro y aromatizante, y has tenido especial cuidado de pasar el trapeador por las esquinas en donde mea el perro (y la palabra trapeador has tenido que agregarla al diccionario de autocorrección porque no existía [tampoco la palabra autocorreción]). También has lavado los platos y tirado la basura. Has alimentado a los perros y les has puesto un abanico para que se echen sobre ese sofá que ahora tienen destrozado y que desde hace meses estás deseando cambiar, pero para ello tendrías que cerrar las puertas y las ventanas para que no se cuele el polvo del mundo y entonces haría más calor del que ahora hace. Pero ese calor no te importa en este momento porque has encendido el aire acondicionado de tu habitación y también un abanico. Previamente tomaste un baño y te has puesto unos shorts grises que te gustan mucho. Esos que quisieras se convirtieran casi en exclusivos de tu atuendo. Y te has reclinado sobre un par de almohadas y tienes frente a ti el ordenador en una mesa diseñada para desayunar en la cama, y estás escribiendo en este blog. Pero todo es mentira. Comenzaste a escribir hace unos días pero de pronto te quedaste dormido o tuviste tanto sueño que realmente no te importó seguir escribiendo aquí. Pero el tiempo se acaba y estás nuevamente en esta habitación y hoy también limpiaste el patio y la mierda de los perros y tomaste un baño y estás en tu habitación con el aire acondicionado encendido contribuyendo a que el mundo siga siendo un hervidero cada más caliente sólo porque puedes pagar por un servicio y los días se desangran sin que tú escribas nada substancial. Tal vez las rutinas están haciendo de ti un ser sin substancia. Pero los días se irán y no volverán. ¿Cuánto tiempo más aplazarás la resolución de este destino?

miércoles, 22 de junio de 2016

Le dije adios a Arizona

Estuve en Arizona. Yo no esperaba volver ahí. Al menos no pronto. Y sin embargo por razones que ahora me costaría describir en detalle, tuve que volver. Lo hice tal vez porque creí que tenía que cumplir una promesa. En realidad no sé muy bien porqué regresé, y todos esos detalles se vuelven irrelevantes cuando pienso en la dimensión y el alcance de la experiencia de ese fugaz retorno.

El desierto seguía ahí, con su sol abrazador, con su aire carente de humedad, con sus colores sepias y sus montañas monolíticas, con la claridad de un cielo que desconoce la nubosidad, con ese silencio abrumador que se cuela por las avenidas inconmensurables y los espacios que se abren a toda la extensión del desierto. El tren ligero seguía ahí también. Esos vagones por los que viajé muchísimas veces sintiendo la soledad del desierto bullir dentro de mí. Recordé esa sensación de estar atrapado al fondo de un sueño insubstancial, vacío de realidad, lleno de espejismos.



Y ahora ese inesperado retorno hacía que yo volviera a recorrer las estaciones del metro. Marcel Proust alguna vez escribió sobre el tiempo y la memoria. Lo hizo también jugando con los recuerdos acumulados en cada una de las estaciones de un tren. Yo creí que todo eso era pura experimentación y fantasía. Imaginación con la que se llena las páginas de un libro. Palabras bien ensartadas para que las lea alguien no carente de una sensibilidad especial a la musicalidad y el ritmo. Ahora sé que se puede viajar a través de las estaciones de un tren como se viaja por asociación con la memoria, uniendo un recuerdo con otro de manera metonímica,pero nunca en orden cronológico. Eso fue justamente lo que me pasó. Y tal vez la experiencia tenga que ser terriblemente cierta porque a final de cuentas la vida no es una línea recta a pesar de que algunas veces las vías del tren ligero sugirieran lo contrario.

Vi episodios de mi vida en cada una de esas estaciones. Había algunas de ellas en donde las asociaciones de recuerdos eran mucho más densas y poderosas. Entre algunas estaciones había enormes recorridos. Uno hubiera creído que la distancia entre ellas era absurda si se consideraba que el tren ligero era una forma de transporte público. Esas elucubraciones quedaban de inmediato opacadas cuando uno recordaba que esto era un sistema de trasporte estadounidense, en el estado de Arizona, en el área metropolitana de Phoenix, y más aun si uno recordaba que entre Phoenix y Tempe sólo predominaban terrenos baldíos inmensos y bodegas perdidas en medio de los arenales. Pero las distancias enormes servían para que yo pudiera recorrer la extensión de mis memorias que se expandían lo mismo que la distancia entre una estación y otra.



Recordé las visitas furtivas a las mujeres que no amé pero que me amaron vehementemente, yendo en sentido inverso a la trayectoria en la que ahora me desplazaba desde Phoenix hasta Tempe. El amor es una gema preciosa difícil de encontrar y sin embargo, cuando no existe reciprocidad, para nada nos sirve. Es una accesorio costoso e inútil. Puede llegar a ser pesado e incómodo para el alma. Yo hacía esas visitas oculto en medio de la noche. Eran viajes quizás de una hora. Recordé ante todo a la mujer que siempre me hizo sentir bien, como un niño consentido, mimado y protegido. Me ofreció también, el santuario de su cuerpo en el cual me adentré experimentando un éxtasis y un gozo que no había sentido jamás. Era mujer hermosa e inteligente, con una aguda sensibilidad pero yo no la amaba. En sus muslos busqué refugio ante la soledad del desierto y la llegué a considerar un punto de descanso para el alma.

Unas estaciones más adelante, pasando delante del aeropuerto de Sky Harbor, recordé mi llegada a Arizona. Sentía gran entusiasmo al comenzar ese nuevo proyecto pero también tristeza porque yo no deseaba en el fondo estar ahí. Me llegaron también los recuerdos de los recorridos nocturnos atravesando el desierto entre Tempe y Phoenix. Me servía en aquel entonces lejano de una bicicleta y me sustentaba en la imagen de M. Ella era un resguardo, un cobertor interior durante las noches gélidas de invierno. Creí amarla, pero ella era también una imagen hecha de arena y de espejismos. Y en esa misma estación recordé también a A, que creyó amarme. Y no logró comprenderme ni yo logré comunicarle lo más hondo. El trayecto ya me había hecho concluir que en el amor estamos solos. A esas mujeres que habitaban en Phoenix y que creían amarme apasionadamente yo nunca intenté mostrarles el secreto que llevaba oculto, y en cambio, a las mujeres que creí amar, nunca logré comunicarles el arcano que llevaba sobre mis hombros desde tiempo inmemorial. Todos éramos creaciones espectrales salidas de nuestras fantasías y nuestros anhelos. Nunca íbamos a llenar esos vacíos con nadie ni con nada. Eran más inmensos que los terrenos baldíos y arenosos, y los espacios entre las estaciones.


Y sin embargo, y de eso me di cuenta casi al final del recorrido, que nunca dejé de buscar el amor. Y a pesar de haber tenido varios encuentros falsos, nunca el amor me reconoció ni yo logre reconocerlo. Sentí tristeza porque sentía que esa había sido la constante de mi vida. Ese trayecto sólo era la confirmación y si no había sido posible consumar ese amor durante la primera mitad de mi vida, no sería posible consumarlo durante la segunda mitad o sería ya un intento incipiente y patético. 

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domingo, 17 de enero de 2016

The gatekeeper



He utilizado esta palabra porque no encuentro otra similar en español que tenga el mismo significado y al mismo tiempo ese alcance y resonancia que para mí la caracteriza. Tal vez el hecho de buscar la palabra correcta en español ya podría constituir un ejercicio de escritura en sí mismo digno de una publicación en este aburrido blog, pero no quiero ocuparme de eso en este momento.

Vuelvo de nuevo, como ya lo he hecho muchas otras veces, a analizar obsesivamente mi vida. Sé que ninguna de las reconstrucciones es cierta y mucho menos correcta. Intuyo que son sólo olas transitorias y perecederas azotando sin cesar la costa de este lado de mi vida. Me encuentro fugazmente ese sitio impalpable en el que todos y cada uno de los ahoras me compenetran. Dibujar y desdibujar mi vida desde este litoral misterioso se ha convertido en uno de mis pasatiempos favoritos: soy un coleccionador de anécdotas, ciclos, epifanías, sueños y tristezas. Sé que nada de esto es glorioso o especial y lo mismo se puede ridiculizar mi vida. Más de uno ya ha visto o podrá ver en estos sucesos, y en estos trazos, no la historia que yo me invento, sino algo grotesco y ridículo: la caricatura de mi vida.

Esta historia, mi historia, se intercepta con la de M, un hombre sabio que recientemente me ha brindado su amistad. Las circunstancias nos han acercado a pesar de que nos hemos conocido por cerca de diez años. M posee una férrea ética de trabajo y una mente penetrante y lógica, y es, al mismo tiempo, un esteta. Hemos sido, cada uno a nuestra manera, exploradores intensos y apasionados del misterio, cualquiera que sea la careta bajo la cual se oculte. M es un científico de elite venido a menos (yo un humilde coleccionador de sueños, como ya dije). M tiene una afición especial por el arte y la literatura. Por lo que me ha mostrado con relación a la pintura (su padre mismo fue un pintor reconocido en su país y su madre una poeta sin renombre). Entiendo que le ha llevado años llegar a ser un conocedor y "entrenar el ojo". Al escucharlo sé que percibe no sólo el instinto del artista, sino también la elaboración y la precisión técnica invertidas en la realización del proyecto.

M procede de un país remoto, Kazajistán, por el que han desfilado diversos imperios, incluidos el musulmán, el mongol y el ruso. Los rasgos de M  dejan entrever que por sus venas fluye tanto la sangre del gran Khan como la de los zares rusos. No sé si lo anterior realmente importe aunque sea sólo para construir una anécdota que justo en este momento no sé cuál es. M vino a los Estados Unidos a estudiar un doctorado en física teórica hace ya largos años, quizás más de veinte. En ese entonces era un estudiante ambicioso y fue aceptado en una de las universidades más prestigiosas del mundo en el área de las ciencias. Cuando lo conocí una década atrás no éramos lo que se podría decir propiamente amigos. Yo deseaba abandonar las ciencias en favor de las humanidades, él, por su parte, constantemente me sugería permanecer en ese campo. A pesar de sus consejos e insistencia rompí mi relación con la ciencia. Esa decisión de la cual todavía no me arrepiento, pero tendré largo tiempo para arrepentirme, puso en movimiento toda la maquinaria que me condujo, muchos años después, a la bóveda de este purgatorio en el que ahora me encuentro. M es el gatekeeper, él es quien guarda el acceso al purgatorio. Tal vez alguno, si es que alguien lee estos disparates que escribo, se preguntará cómo fue que M llegó a asumir esa función; lo  intentaré explicar a continuación.

Todo comenzó el día que visité el departamento de la universidad en donde alguna vez había realizado esos estudios científicos de posgrado. Estaba ahí para saludar a un viejo profesor, y desde aquel entonces lejano, jefe del departamento, un hombre bastante carismático. Sabía que tendría con él una charla amena que como siempre divagaría en torno a la ciencia, la literatura, la filosofía y el arte. Todo estaría sazonado, eso sí, con el pobre y a veces torpe humor argentino de este profesor. Fue con esa intención que llegué al departamento. El orangután a cargo de la oficina me trató desde un principio con desmedida desconfianza. Tal vez creyó que yo era algún oportunista o vendedor de cepillos intentando escurrirse dentro de una oficina en la que no tenía realmente asunto. Durante esa breve espera M apareció, me saludó efusivamente y pidió que nos viéramos, para lo cual me dio su teléfono. Ambos usábamos en ese momento por simple convicción ideológica, teléfonos celulares de ínfima calidad. Una vez que vi al profesor y me hube ido pensé que llamar a M sería una gran tontería. ¿Qué le iba a decir? ¿Lo mismo que minutos atrás le había dicho a mi antiguo profesor? ¿Que no había encontrado ningún trabajo como profesor universitario de literatura hispanoamericana, y que ahora me veía degradado a trabajar como maestro de matemáticas a nivel preparatoria (High School)? (Por lo cual mi tutor me felicitó sin ningún tapujo insinuando que tener un trabajo, así se tratara de recoger excremente, era mejor a no tener nada y sobre todo si me iban a pagar tan bien). Cuando M me dio su número de teléfono y me pidió vernos pensé que verdad no quería justificar delante suyo que todo lo hacía con tal de tener un ingreso no poco atractivo para un coleccionador de sueños como era y todavía soy. ¿No era ridículo que ahora me presentara con él y le explicara mi situación y le dijera: "Pues mira, M, estos últimos cinco años, con excepción de algunos libros maravillosos que leí, se pueden ir por la taza del excusado junto con un libro de cuentos que en mala hora escribí"? ¿A él, que tanto me había insistido para que no abandonara las ciencias le iba ahora a decir que no sólo no había conseguido lo que me proponía sino que había vuelto a las ciencias y que en lugar de ascender me había degradado?

No sé por qué motivo me decidí a llamarlo y lo vi al siguiente día. No tuve necesidad de explicarle muchas cosas. Fuimos a la playa, que no estaba a más de una hora de ahí, y caminamos por la orilla del mar ya bien entrada la noche. La conversación o tal vez el momento fue memorable, había oscuridad, brisa, un rugido de olas, edificios. M apareciera transfigurado o al menos rebelaba una sabiduría profunda con la que nunca había entrado en contacto. Todavía pienso en ese encuentro tan fortuito que tuvimos después de cinco años y a veces imagino que quizás no haya sido una coincidencia sino que fue el resultado de un preacuerdo del espíritu.

Desde entonces M guarda el acceso al purgatorio, él es el gatekeeper, y por purgatorio entiendo este trabajo horrible educando adolescentes malcriados que [ahora] desempeño. Dicen que los amigos que frecuentamos en diversas épocas son un reflejo de las circunstancias que envuelven a nuestra vida en esa etapa específica. Ese parece ser el caso y tal vez esa sea la razón por la cual M aparece siempre a las puertas del purgatorio. M está siempre presente en cada una de las ocasiones en las que he viajado de regreso a esta ciudad. La ciudad, llena de autopistas y bifurcaciones que son de alguna manera, como ya lo he dicho en algún otro lado, la perfecta alegoría de mi vida o de la vida de cualquiera.

Después de cada visita a mí ciudad y una vez llegado el momento de regresar, hago una pausa en su casa o vamos a comer a algún restaurante. M no es un hombre tacaño, ni tampoco frugal, generalmente me invita a comer y yo trato de invitarlo también para compensar el favor. Luego de una larga conversación me lleva ya sea al aeropuerto o a la central de autobuses. Él es siempre ese punto de retorno desde el cual mi espíritu se redirige a este espacio de sufrimiento para el alma, al menos la mía, si es que tengo uno. Quizás no.

Sin embargo, a pesar de este patrón repetitivo, no fue sino hasta hace poco que noté la extraña relación que había entre M y mis viajes de retorno a Dallas. A estas alturas, él, mejor que nadie, sabe que desempeño este horrible trabajo por un mero propósito pragmático e utilitario. Mi ser (si es que existe el ser) no resuena (al menos no la mayor parte del  tiempo) con las actividades que desempeño. Por el contrario, muchas veces siento que van en detrimento de mis fuerzas vitales y creativas.

¿Cuáles son pues esas similaridades que le dan a M el carácter de portero del purgatorio más allá del hecho de que él mismo parece ser un paraje de reposo antes de internarme en ese mar lleno de tempestades? Una de ellas es el paralelismo de nuestras vidas aun cuando las circunstancias específicas sean distintas. M me ha dicho muchas veces que se siente atrapado en su trabajo, según entiendo, él siempre soñó con hacer física pura sin la necesidad de todo al aparato burocrático que debe llevar a cuestas para mantener su posición. Me ha dicho que nunca renunció al ambiente académico y a la investigación porque en aquel entonces quería asegurarse de obtener primero (digámoslo sin tapujos) la famosa Tarjeta Verde o peor llamada GREEN CARD. Y escrita así parece una obscenidad, y sin embargo esa condición legal es algo a lo que muchos aspiran, incluso los idealistas o los intelectuales que condenan abiertamente las políticas imperialistas de dicho país. Yo los he visto, porque me he visto a mí mismo, arremeter en grande y mofarse del monoculturalismo, de la escasa sofisticación, del dogma religioso y retrógrado paradójico para una de las sociedades tecnológicamente más avanzadas. También los he visto, condenar el racismo y la brutalidad de su cuerpo policial, la paranoia y por consiguiente la obsesión por la posesión de armas como derecho sagrado, el excepcionalismo y muchas cosas más. M  dice que vendemos nuestra alma por un poco de comodidad. Ya hace casi un siglo, decía Vasconcelos, los hispanos en Estados Unidos confundían la cultura con los elevadores y los teléfonos. Lo cierto es que aquí los pesos fluyen y la gente se acostumbra muy fácilmente a dormir desnuda en invierno y cobijada en los veranos. Muchos dicen que sufrimos un proceso de deshumanización mientras vivimos acá, pero la vida en nuestros países bajo ciertas condiciones llega a ser más denigrante que todas las humillaciones y sinsabores que algunos tienen que pasar mientras se encuentran acá, en la condición de extranjeros. En el caso de M el proceso resultó tan largo y tedioso que según entiendo, se perdió a sí mismo en él. Cuando finalmente lo logró según me ha dicho, ya no tenía nada más que hacer con su vida. Estos son temas difíciles porque a pesar de que ese cambio de status legal es buscando por muchísimos, no todos se atreven a reconocerlo. Creo que temen ser considerados, banales, materialistas estúpidos y pobres de espíritu. Ese era el caso de un viejo compañero de letras, que llegó a escribir inclusive una novela sobre la falta de dignidad de esos que buscan mejorar su condición dentro de los límites del imperio. Decía que él no era una persona ignorante que buscara desesperadamente permanecer en este país como era el caso de nuestros paisanos menos afortunados que vienen sin otra cosa que su ignorancia y la fuerza de sus manos. Todo eso lo repitió incansables veces y al final terminó casándose con una mujer a la que no amaba cuando, lo mismo que yo, tampoco pudo encontrar la posición de profesor de literatura que le habría asegurado la estadía y le habría permitido eventualmente modificar su status y tal vez en un futuro, abandonar la sofocante academia a la que decía odiar. Resultó, a final de cuentas, ser un hipócrita como somos muchos, el joven escritor. Nadie quiere ser visto como un advenedizo cuyo principal motivo es huir de la miseria y la violencia de la periferia y de la cual en gran parte son responsables las naciones poderosas, porque entonces uno tiene que reconocer su complicidad y su parte dentro del genocidio ecológico y humano. Esto es especialmente cierto por más que se pregonen discursos de igualdad, de ecología, de diversidad y de humanidad desde las torres de marfil académicas. En ningún momento estas personas van a renunciar a sus pequeñas mansiones equipadas con todas las comodidades de las naciones desarrolladas y el acceso a un vehículo de modelo reciente en autopistas gigantescas de concreto por las que se mueven a la velocidad del trueno. O a la seguridad de salir a la calle sin temor al secuestro, la extorsión, a la desaparición o a la tortura.

En la búsqueda de esa estabilidad ingreso repetidamente a ese purgatorio a falta de valor por cambiarlo por otro o por ciertas obligaciones morales de las que prefiero no hablar. Pero sé que él, M, el gatekeeper, sabe muy bien lo que hay detrás de esa puerta porque él ya ha estado ahí.