miércoles, 22 de junio de 2016

Le dije adios a Arizona

Estuve en Arizona. Yo no esperaba volver ahí. Al menos no pronto. Y sin embargo por razones que ahora me costaría describir en detalle, tuve que volver. Lo hice tal vez porque creí que tenía que cumplir una promesa. En realidad no sé muy bien porqué regresé, y todos esos detalles se vuelven irrelevantes cuando pienso en la dimensión y el alcance de la experiencia de ese fugaz retorno.

El desierto seguía ahí, con su sol abrazador, con su aire carente de humedad, con sus colores sepias y sus montañas monolíticas, con la claridad de un cielo que desconoce la nubosidad, con ese silencio abrumador que se cuela por las avenidas inconmensurables y los espacios que se abren a toda la extensión del desierto. El tren ligero seguía ahí también. Esos vagones por los que viajé muchísimas veces sintiendo la soledad del desierto bullir dentro de mí. Recordé esa sensación de estar atrapado al fondo de un sueño insubstancial, vacío de realidad, lleno de espejismos.



Y ahora ese inesperado retorno hacía que yo volviera a recorrer las estaciones del metro. Marcel Proust alguna vez escribió sobre el tiempo y la memoria. Lo hizo también jugando con los recuerdos acumulados en cada una de las estaciones de un tren. Yo creí que todo eso era pura experimentación y fantasía. Imaginación con la que se llena las páginas de un libro. Palabras bien ensartadas para que las lea alguien no carente de una sensibilidad especial a la musicalidad y el ritmo. Ahora sé que se puede viajar a través de las estaciones de un tren como se viaja por asociación con la memoria, uniendo un recuerdo con otro de manera metonímica,pero nunca en orden cronológico. Eso fue justamente lo que me pasó. Y tal vez la experiencia tenga que ser terriblemente cierta porque a final de cuentas la vida no es una línea recta a pesar de que algunas veces las vías del tren ligero sugirieran lo contrario.

Vi episodios de mi vida en cada una de esas estaciones. Había algunas de ellas en donde las asociaciones de recuerdos eran mucho más densas y poderosas. Entre algunas estaciones había enormes recorridos. Uno hubiera creído que la distancia entre ellas era absurda si se consideraba que el tren ligero era una forma de transporte público. Esas elucubraciones quedaban de inmediato opacadas cuando uno recordaba que esto era un sistema de trasporte estadounidense, en el estado de Arizona, en el área metropolitana de Phoenix, y más aun si uno recordaba que entre Phoenix y Tempe sólo predominaban terrenos baldíos inmensos y bodegas perdidas en medio de los arenales. Pero las distancias enormes servían para que yo pudiera recorrer la extensión de mis memorias que se expandían lo mismo que la distancia entre una estación y otra.



Recordé las visitas furtivas a las mujeres que no amé pero que me amaron vehementemente, yendo en sentido inverso a la trayectoria en la que ahora me desplazaba desde Phoenix hasta Tempe. El amor es una gema preciosa difícil de encontrar y sin embargo, cuando no existe reciprocidad, para nada nos sirve. Es una accesorio costoso e inútil. Puede llegar a ser pesado e incómodo para el alma. Yo hacía esas visitas oculto en medio de la noche. Eran viajes quizás de una hora. Recordé ante todo a la mujer que siempre me hizo sentir bien, como un niño consentido, mimado y protegido. Me ofreció también, el santuario de su cuerpo en el cual me adentré experimentando un éxtasis y un gozo que no había sentido jamás. Era mujer hermosa e inteligente, con una aguda sensibilidad pero yo no la amaba. En sus muslos busqué refugio ante la soledad del desierto y la llegué a considerar un punto de descanso para el alma.

Unas estaciones más adelante, pasando delante del aeropuerto de Sky Harbor, recordé mi llegada a Arizona. Sentía gran entusiasmo al comenzar ese nuevo proyecto pero también tristeza porque yo no deseaba en el fondo estar ahí. Me llegaron también los recuerdos de los recorridos nocturnos atravesando el desierto entre Tempe y Phoenix. Me servía en aquel entonces lejano de una bicicleta y me sustentaba en la imagen de M. Ella era un resguardo, un cobertor interior durante las noches gélidas de invierno. Creí amarla, pero ella era también una imagen hecha de arena y de espejismos. Y en esa misma estación recordé también a A, que creyó amarme. Y no logró comprenderme ni yo logré comunicarle lo más hondo. El trayecto ya me había hecho concluir que en el amor estamos solos. A esas mujeres que habitaban en Phoenix y que creían amarme apasionadamente yo nunca intenté mostrarles el secreto que llevaba oculto, y en cambio, a las mujeres que creí amar, nunca logré comunicarles el arcano que llevaba sobre mis hombros desde tiempo inmemorial. Todos éramos creaciones espectrales salidas de nuestras fantasías y nuestros anhelos. Nunca íbamos a llenar esos vacíos con nadie ni con nada. Eran más inmensos que los terrenos baldíos y arenosos, y los espacios entre las estaciones.


Y sin embargo, y de eso me di cuenta casi al final del recorrido, que nunca dejé de buscar el amor. Y a pesar de haber tenido varios encuentros falsos, nunca el amor me reconoció ni yo logre reconocerlo. Sentí tristeza porque sentía que esa había sido la constante de mi vida. Ese trayecto sólo era la confirmación y si no había sido posible consumar ese amor durante la primera mitad de mi vida, no sería posible consumarlo durante la segunda mitad o sería ya un intento incipiente y patético. 

....

No hay comentarios:

Publicar un comentario