Hay una
historia secreta en cada uno de nosotros. La historia de los días que se
olvidan antes de ser pronunciados o siquiera evocados. Son una cerrazón de
sensaciones, de imágenes y fantasías, de reflexiones y juicios (quizás erróneos).
Su alfabeto no es otro sino la manera en la que nos enseñaron, o nos enseñamos,
a percibir el mundo. Pero la luz cósmica que nos llega de los astros —y nos es
después devuelta con la textura y el brillo de los objetos más mundanos—, así
como los sonidos, las palpitaciones de la piel, la miel (o la hiel) que nos
circunda el nervio trigémino, se pierden o se almacenan para siempre en un
empolvado rincón de la memoria. Luego ya no es posible substraerlos, ni
siquiera cuando nos invade la cursi intención de resucitar un sentimiento
perdido ha mucho tiempo. De nada vale acariciarle los finos bordes, pues no es
más que un fósil enterrado en otras tantas capas de olvidados recuerdos.
Entre los
días que se pierden está la costumbre vana de coleccionar años. Una práctica que
se ha vuelto, sin embargo, muy famosa en Occidente, Lucifer sabrá por qué. Los
socialistas liberales, siempre listos a exorcizar incluso las más burdas
trivialidades, dirían que es, sin duda, una estrategia y una conspiración del
capitalismo. El demonio libre de mercados (¿o es de mercados libres?) busca
promover, en primer lugar, el consumismo desenfrenado que nos tienen hundidos
moral y ecológicamente. En segundo, pretende instaurar de una vez (y para
siempre) una ideología neo-romántica inspirada en un ferviente culto al
YO, entre otras niñerías: "porque hoy cumplo años y cómo chingaos no me
van a festejar y no manches, porqué nadie se acordó de mí".
El hecho es
trivial, también, si consideramos que:
(1) Los
seres humanos, al atravesar la línea que divide el ser del no ser,
se distribuyen uniformemente sobre la línea temporal de los trescientos sesenta
y cinco días del año.
(2) Nos
acompañan en esta misteriosa nave unos siete mil millones de almas, que
piensan, sufren, sueñan, anhelan y fracasan como nosotros, resulta que, si
somos muy groseros con los cálculos, hay veinte millones, al menos, que
nacieron el mismo día que nosotros.
(3) Una
tercera parte de nuestra humanidad vive azotada perpetuamente por el hambre y
de lo cual resulta al final que poco más de seis millones de cumpleañeros se
irán a la cama con toda y su hambre crónica, eso sin considerar los otros
tantos que seguramente estarán sufriendo Satanás sólo sabrá qué padecimientos
horribles. Entonces el hecho de haber sido todos estos años un(a)
desgraciado(a) del que nadie se acordó, no nos parece, a final de cuentas, tan
malo...
Para los
afortunados, que no sufrimos ninguna de esa calamidades, estos días, que
se suceden cíclicamente en nuestras vidas, son días misteriosos. Vemos en ellos
el reflejo de la sombra de nuestra existencia. Nos valemos para ello de un
cristal que no sabemos realmente en dónde se ubica ni de qué está hecho y si lo
que ahí se refleja tiene mucho o poco que ver con lo que somos. La historia de
nuestros cumpleaños es extraña y sólo basta con asomarse un poco dentro de ella
para sacar a colación toda la colección de seres y creaturas simbólicas que los
pueblan.
No hablo
aquí de esas celebraciones triviales en las que colaboran el alud de
personajillos que se dedican a coleccionar cumpleaños de gente «bonita», de
gente «nice», gente con «chispa», gente que tienen grabada esa sonrisa
de «carita feliz», o que es la viva encarnación «del triunfo». Ninguno de ellos
se acuerda de la compañera gorda y fea (y si no fuera poco, tonta) o del
adolescente tímido y antisocial con el cutis infestado de acné y el aliento
pútrido. Yo no pediría que los recordaran para «celebrarlos», sino simplemente
de reclamarlos (y rescatarlos) como miembros de la humanidad; pero prefieren
ignorarlos. Esas celebraciones de gente sin swing, ni pensarlo. No, para
ellos nada de eso. A celebrar a quien se deje, al que parezca virtuoso por
extranjero, por blanquito, por bonito, así sea un charlatán o un hueco. Vaya,
que ya ni la cancioncilla del Happy
Birthday deja de estar contaminada de tonos racistas, superficiales y
elitistas.
Hablo, en
cambio de un verdadero espacio en el que aparecen los seres que nos aman y a
los que hemos amado. Porque en ningún espacio-tiempo se manifiestan con tanta
fuerza como en los contados días de nuestra vida llamados cumpleaños. Ese
espacio cíclico es siempre distinto, y distintos los seres que nos rodean,
distinto nuestro ser y distinta nuestra circunstancia. ¿Dónde estuvimos en esos
otros años que a veces nos cuesta recordar o qué nos es imposible ya rememorar
y para quién fuimos importantes y por qué? Podríamos hacer una colección
exclusiva de esos días extraños y lo único que quedaría ahí sería una sucesión
fantasmagórica de seres llevados hasta nosotros por fuerzas invisibles y quizás
algo extrañas, pero a los cuales estamos conectados de manera única e
irrepetible. Es la historia de los días infinitos; infinitos porque en ellos
parece estar contenido todo, lo pasado y lo futuro, lo que fue y lo que no fue,
lo dicho y lo no dicho, lo expresado y lo que quedó para siempre almacenado en
un oscuro rincón de la memoria al que nadie puede ya acceder.
Yo, aquí, solo, con treinta y
tantos años encima, delante de un monitor.