domingo, 3 de mayo de 2015

Las gafas de mi padre...




Estos días he trabajado muchísimo. Por la mañana decidí volver a descansar al menos una hora. Una sucesión de pensamientos que no logro recordar, me llevó hasta un punto de mi infancia, ya bastante lejano, cuando enterraron a mi hermana menor. Ella era pequeñita y tendría no más de seis años. Mi hermana había muerto tras una larga y dolorosa agonía y esa mañana en el verano del 86 mucha gente se congregó para su entierro.
Algún pasadizo de la memoria me llevó hasta ahí, y vi nuevamente, con la misma nitidez de aquella mañana, a mi madre tirada sobre la tierra húmeda recién removida del foso de la tumba. Tal vez recuerdo ahora aquel episodio que abre el libro de Trópico de Capricornio de Henry Miller, en donde el narrador hace unos comentarios sarcásticos sobre la muerte de uno de sus amiguitos y los berridos que daba la madre en el entierro a pesar de creer en Cristo y la vida eterna. Pero aquí no cabe el humor negro, y Cristo no estaba ahí ni nunca estuvo. Esa mañana en respuesta al llanto de mi madre sólo había un silencio aterrador. Ese mismo silencio sagrado que lo contiene todo, incluido ese orden implícito y desconocido del cual procedemos y al cual tendremos inexorablemente que regresar un día.
La memoria, porque eso fue y nada más, me llevó a ese lugar. Pero eso ya lo dije, que mi madre estaba tirada sobre la tierra húmeda, pidiendo la muerte a gritos. Y a su lado estaba mi abuela (que murió no hace mucho tiempo también tras una larga y dolorosa agonía) reprendiendo a mi madre, diciéndole: "tienes que ser fuerte, porque te quedan dos", para referirse a mi hermano y a mí. Mi hermano también lloraba desconsoladamente. La imagen de mi padre, en cambio, se mi pierde entre la maraña de recuerdos porque no recuerdo la expresión de su rostro. Ahora, en este instante, creo que recupero la imagen de su rostro perfectamente afeitado y su mirada etrusca resguardada bajo unas gafas platinadas que no dejaban ver en lo absoluto el brillo de sus ojos; tal vez me engaño y esos recuerdos son falsos.
La parte más dura del entierro llegó cuando bajaron el féretro. Hasta ese entonces, a mis siete años, yo desconocía lo que era la muerte en sí y no la consideraba más que un viaje largo del que siempre era posible regresar. En mi familia no había muerto nadie todavía y esa mañana yo no entendía de dónde provenían esas manos invisibles oprimiendo las paredes de mi laringe y obstruyendo el caudal de mis sentimientos. El féretro descendía lentamente después de que la pequeña ventanilla se cerró para siempre. Cuando la tierra comenzó a caer sobre el féretro que era más bien pequeño y gris, entendí que esa sería la última imagen corpórea del ser que había conocido como mi hermana y el llanto que se incrementaba en los alrededores me lo confirmó. De algún modo comprendí la irreversibilidad del tiempo, la fragilidad de la vida y que sólo la eternidad era capaz de contener a la muerte. Aun así no lograba comprender por qué motivo dolía tanto la muerte.
Después del entierro y por algún tiempo, la imagen de mi hermana seguiría apareciendo en mis sueños. El féretro con la ventanilla abierta, mostrando el rostro intacto, sereno e incorrupto que vi por última vez el día del entierro, fue un símbolo recurrente que finalmente desapareció. En cambio jamás había vuelto a recordar aquella escena con mi madre tirada en tierra y mi abuela a un lado, reprimiéndola, para al mismo tiempo, alentándola a seguir adelante. Había perdido también el rostro inconmovible de mi padre y su mirada vidriosa oculta detrás de aquellas gafas platinadas. El vidrio especular de las gafas reflejaba indiferente la tumba, el féretro, a mi madre histérica, a mí y a mi hermano que lloraba desconsolado. Reflejaba también, sin duda, la mirada férrea y perdida de mi abuela; y encima de nuestras cabezas y el drama humano, la claridad del cielo infinito y las nubes serenas que pasaban y que eventualmente también se disolverían para siempre.


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