jueves, 5 de noviembre de 2015

Sueños y vacío






Yo tenía treinta y cinco años y eran los primeros días de diciembre. Caminaba y pensaba que diez años atrás yo no había imaginado ni anticipado esas circunstancias en las que me encontraba. Caminaba por las calles de mi ciudad a la que había regresado muy brevemente a hacer una pausa como quien se acerca a la costa para protegerse de un mar en tempestad. Ese día yo había dejado la lata de sardinas (que desde la eternidad he llamado mi auto) en un taller de puertas y ventanas porque necesitaba repararlo de algo cuyos detalles omitiré por ser irrelevantes. Era un día templado y no resultaba tan desagradable caminar desde el taller hasta la casa de uno de mis amigos que vivía más o menos cerca de ahí. Me movía en medio de las calles, fragmentado, ahogado de emociones. "Soy un fracasado", me repetía, mientras pasaba ligeramente temeroso al lado de un vehículo estacionado en el que se encontraban un par de centinelas del crimen organizado, "Están ahí, buenos para nada, alimañas, envileciendo la atmósfera". Y al mismo tiempo que los maldecía me reprimía a mí mismo y decía para mis adentros: "Soy un fracasado y esta ciudad ya no es mía". Pero ahora creo que me engaño o miento con desfachatez al recordar y tal vez esa frase ni siquiera circulaba por mi mente. Me sentía extraño, es lo único que sé, y una sensación de derrota pululaba las habitaciones de mi mente pues aun experimento su impresión en las alacenas de mi memoria.

Dicen que todo es una cuestión de percepción. Tal vez es así y yo no era nada, sólo una carne arrastrando sus recuerdos y pecados por unas calles sucias y rotas imaginando que en ese contexto y esas circunstancias ella misma (esa carne que yo soñaba ser) no podía sentirse de otra manera. Pero si no era nada entonces no era ni siquiera esa carne, ni los pecados, ni tampoco los recuerdos, y mis pasos resonando sobre las banquetas irregulares y agrietadas eran sólo ondas escapando de una albufera vacía, pero vacía de vacío, vacía de realidad. Entonces tal vez sólo soñaba tal como ahora me sueño recordando que estaba a punto de terminar mi doctorado y tenía una abominación de tesis que se me había escapado de las manos. Todavía más, estaba a punto de terminar el doctorado con una abominación de tesis que se había salido de control y no había conseguido entrevistas de trabajo. Si no lograba conseguir entrevistas de trabajo mucho menos un empleo. Si no encontraba un empleo tiraría por la borda ocho años de mi vida invertidos en ese proyecto donde me había imaginado desde otro sueño como profesor de literatura, viviendo y muriendo para la literatura. Después descubrí que la literatura no es más que otro espejismo arrancado del vacío. Todo está hueco, pues. Huecos los días desde que decidí abandonar las ciencias para explorar las humanidades.

Yo había cambiado mucho en todos esos años. Sigo cambiando todavía o sueño con el cambio. Sueño con manantiales en los que se baña el devenir de mi vida. Y ahora recuerdo que en ese entonces había cambiado, aunque me cuesta decir exactamente cómo o de qué manera. Creo imaginar o sueño desde esta costa de mi vida con haber dejado de ver la vida desde su superficie banal para concentrarme en lo no evidente. Igual puedo estarme engañando porque por aquellos días me percate de que estaba perdiendo el cabello de la coronilla y me preocupé más de lo aconsejado. Al menos más de lo que se esperaría de alguien que ya ha dejado de poner los ojos en asuntos banales.

Así, con principios de calvicie, y encaminándome sin remedio al ejercito de desempleados deambulaba por la ciudad. Miento también, ya no era mi ciudad, sino un nido de delincuentes, torturadores, secuestradores y descuartizadores, y eso me entristecía también. Que el sueño de la vida hubiera degenerado en pesadilla, hueca, vacía también, sin substancia de realidad, pero pesadilla. Ya no podría volver ahí para ganar unos míseros duros y encima de todo sacarle la vuelta a las balas y a los machetes. Me vi a mi mismo reflejado en un portal de cristal en una de las calles por las que transitaba: "Mira qué ojeras y el cabello no deja de desvanecerse". También se asomaba a mi semblante una sensación de tristeza. "No volveré a verla en largo tiempo". Estaba roto, y por eso me vi a mí mismo ordinario, mucho más de lo acostumbrado. "Eres un futuro viejo calvo, desempleado y sin amor", me dijo altanera la imagen reflejada en el cristal. Eran ya los días del invierno pero aun se colaba en las avenidas el calor de los trópicos y el aire húmedo de la costa. "No estás a la altura de todo aquello que tal vez imaginaste y el libro que debías de escribir nunca lo terminaste". Y mientras se disolvía a cada paso esa imagen tuya que alguna vez habías imaginado, seguías buscando incansablemente con la memoria y con un dulce resquemor en el pecho, los labios que aquella mujer hacía dos días te había negado.

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