El fin de semana pasado fui a una peluquería cerca del supermercado en donde
hago mi despensa. Me había jurado que no volvería nunca más a ese lugar de
pacotilla. Me refiero a la peluquería, pero lo mismo podría decir del
supermercado. Hace cosa de algunos meses quedé muy decepcionado al ver como un
par de jovenzuelos pseudo-peluqueros dudaban a la hora de cortar la patilla o el fleco, como si un tijerazo o el deslizamiento de la navaja sobre la piel equivaliera
a dar un salto ciego al vacío. Los vi cerrar los ojos, incluso. Nada de eso
hubiese sido motivo de mi enojo si su torpeza e ineptitud no me hubiera hecho esperar
indefinidamente. Al final les dije que no me cortaría el pelo con ellos y las cosas terminaron mal.
Esa mañana una emergencia me llevó nuevamente hasta ahí. Necesitaba
cortarme el pelo cuanto antes y no sabía de ningún otro lugar tan barato. Donde los precios son bajos el servicio es aun más deficiente. Eso me quedaba claro en la desorganización
con la que se manejaban. Una cantidad inmensa de jóvenes y viejos esperando
sin que a nadie se le asignara turno. En algún momento uno llegaba a dudar
del momento en que debía pasar con alguno de los peluqueros.
Después de un tiempo que me pareció eterno un joven
peluquero árabe me interpeló. Intuí su origen étnico porque había estado platicando mientras le cortába
el pelo y rasuraba a un tipo igualmente joven, al parecer de Qatar. La maestría con la que el peluquero manejaba la
navaja de afeitar cuando delineó aquella barba
espesa con patrones compliados me impresionó. Yo me hacía todo el tiempo cortes incluso con los rastrillos de afeitar. No entendí el porqué de aquellas líneas tortuosas sobre la barba si a final
de cuentas el tipo afeitado era bastante feo y feo se quedaría. Intercambiaban diálogos
en árabe que obviamente no pude comprender. Un árabe cortando cabello y rasurando,
me dije, eso sí es inusual. No, no era inusual. Tal vez inusual era ver a un árabe pobre en esta región del mundo. Un árabe pobre rasurando a un árabe
rico (y feo).
Había algo en el rostro del peluquero que me hizo
recordar a un viejo amigo. Por subjetividades de la memoria sentí una ligera
cercanía y le pregunté de dónde era. —De Chihuahua—, respondió. —You are kidding me—, agregué. Su inglés elemental quedó al descubierto cuando respondió, —No, I will not kill you—. Al lado de nosotros había un peluquero
gordo con una barba y un atuendo desaliñados. Mientras le cortaba el pelo a un muchacho anglosajón se dirigió hacia mí: —Es árabe el cabrón, parece mexicano, pero no
entiende ni madres de español—. El peluquero árabe finalmente dijo —I am from Irak—. Y no supe en ese
instante si se había deslizado por su rostro el fantasma de la vergüenza porque
yo estaba de espaldas al espejo mientras él me ataba una bata azul al cuello. Dijo
que llevaba cinco años viviendo en este país y que su inglés iba mejorando. Le
comenté que siempre me había llamado la atención el idioma árabe y que alguna vez, sin
mucho éxito, había intentado aprenderlo; era muy difícil.
—It is—. Y fue el último diálogo
empático que intercambiamos que no estuvieran relacionadas con las tareas que en ese momento lo ocupaban.
Comenzó a pasar velozmente el filo de las
tijeras y mientras hundía sus dedos entre mis cabellos para darle uniformidad al corte, la mente se me pobló de recuerdos y de preguntas que hubiese querido
hacerle sin el temor de abrir una vieja herida. Y no la herida diminuta, casi
como un rasguño gatuno, que le había dejado a aquel simio ricachón de Qatar a
la altura media del cuello. Pregúntarle que hacía en EEUU hubiera
sido una pregunta idiota, sin duda. Estaba ahí, lo mismo que
yo, con la vana intención de progresar y de escapar seguramente de la vorágine de la violencia. Preguntarle qué sentía ahora al
cortarle el cabello y rasurar a tipos que hacia algunos años habían apoyado la
invasión y destrucción de su país sí hubiese sido una pregunta válida. La
mayoría de los clientes eran estudiantes y por lo tanto jóvenes. Habrían sido
unos niños cuando esa guerra estalló, pero sus padres sin duda habrían
tomado alguna postura respecto a la invasión. Yo había conocido a muchos de
esos individuos autodenominados patriotas, apologistas de la destrucción,
encarnizados promotores de guerras cuyo supuesto fin era la propagación de la
justicia y la libertad.
Cuando el tipo encendió la máquina para devastar las zonas laterales de mi cabello yo ya estaba
pensando en los aviones impactados en las torres del World Trade Center. Ese evento se transformó en un cheque en blanco
para promover un sinfín de guerras genocidas, la primera de ellas en contra de
Irak. Para justificar el atropeyo se alegó la supuesta existencia de armas biológicas de destrucción masiva. Después de un millón de iraquíes muertos las armas no aparecieron: "ustedes disculpen".
El mundo civilizado y pensante pasó de la
indignación a la tristeza y de ahí a la depresión profunda. En
México por eso años teníamos a un presidente corrupto y cobarde. Fue quizás esa cobardía la que lo llevó a negarse a
apoyar la invasión por el derecho que tienen los pueblos a vivir en paz y a tomar la única acción inteligente de su mandato. Los otros países poderosos observaron
silenciosamente el festín de sangre e incluso algunos apoyaron lo inadmisible, aun en
contra del consentimiento de sus pueblos. La gente común no quería la guerra, porque
sin duda terminaría siendo una carnicería para el pueblo iraquí. Pero la suerte
ya estaba echada en el aire y se movilizaron toneladas de acero y de explosivos
como si se pusiera en órbita la monumental masa de un mundo. La noche antes
de la invasión las sociedades del orbe guardaron silencio. De nada habían servido las protestas de los millones de seres humanos que salieron a las calles repudiando la guerra, finalmente llegó la hora cero. Al
día siguiente habría miles de soldados iraquíes calcinados y despedazados por
la artillería aérea, muertos sin haber hecho un solo disparo fuera de su propio
país. Pelearían en contra de un enemigo invisible como la mano poderosa de Dios,
oculto por la omnipotencia del brazo largo de la tecnología. El cielo iraquí se llenaría de destellos y de él caerían mortíferas bombas de racimo. En medio del estruendo el metal al rojo vivo encontraría un sitio entre la entrañas vivas de
muchos inocentes. A algunos los aniquilaría al instante, a otros los torturaría largamente, a muchos los
incapacitaría de por vida.
Si el
mundo se condolía ante la inminencia del ataque, ¿qué pudo haber sentido el pueblo
iraquí, días, horas, minutos antes de la invasión? ¿Cómo se agaloparon los latidos en su pecho cuando sonaron las sirenas? En contra suya no estaban sólo los intereses geopolíticos faltos
de escrúpulos de las naciones desarrolladas que deseaban movilizar en el mercado libro sus recursos energénticos. En su contra también estaba una enorme porción de
la ciudadanía estadounidense, inepta, dogmática e ignorante, que apoyaba
incondicionalmente la invasión. Con tonos patrióticos y mesiánicos secundaban los
movimientos del imperio alegando su derecho a defenderse en contra del terrorismo y en pro de la seguridad nacional. Si hubiesen sido capaces de comprender los
sentimientos del pueblo iraquí, días, horas, minutos antes de la invasión (y
las consecuencias días, meses, años, décadas después), hubieran entendido que
los únicos terroristas eran ellos. Se llenaban la boca de libertad y de justicia, para justificar la
preservación de sus privilegios económicos y su poderío militar. Estaban embriagados de poder y ciegos de excepcionalismo: creían dogmáticamente en la superioridad de sus valores morales e instituciones, y
se sentían elegidos y tocados por una divinidad inexistente.
Cuando él joven terminó de cortarme el pelo, quizás no
recordé todos esos detalles, pero sí se movieron muchas emociones dentro
de mí. Sentí lo mismo que había sentido muchos años atrás. La movilización de aquel ejercito inexpugnable en contra del pueblo iraquí había sido como un gigantesco martillo impulsado por la
arrogancia y la ceguera de un pueblo poderoso e injusto. Y el martillo trazaba un arco
mientras se desplazaba muy lentamente hiriendo el aire transparante preñado de inminencia. Y daría un golpe mortal, como
cuando un mazo desciende sobre el cráneo de algún animal atado e indefenso destinado al sacrificio. Y
después del primer impacto ya todo es irreversible. Y el animal se convulsiona
en el suelo antes de perder la consciencia y los que se alimentarán de sus despojos proceden al degueyo. Y nosotros que hemos estado mirando todo desde lo lejos sentimos una pena infinita por él.
El muchacho procedió a quitarme la bata y a remover de mi cuello los cabellos con un cepillo de cerdas suaves. No pude sino pensar en el mundo como un lugar
muy pequeño y absurdo. Una década atrás seguramente había estado en medio de la
destrucción o huyendo de ella. Se había movilizado en medio del horror y ahora estaba ahí. Ya nadie lo considera un terrorista ni un asesino. Era sólo un árabe pobre que les
corta el cabello a una babel de jóvenes, muchos de ellos pobres también como él. Algunos de ellos tal vez ya habían sido enviados a invadir algún otro país. Él hablaba con todos ellos y nadie negaría su
humanidad o su gentileza a pesar de su tono un poco áspero
y su mirada severa.
Al ver como se esmeró por hacerme un
buen corte de pelo le di una propia de dos dólares que seguramente no le regaló
su paisano, también árabe como él. No se veía que fuera un tipo acostumbrado a
sonreír. Pero algo se le dibujó en el rostro que mostraba agradecimiento, fue una sonrisa fugaz. Yo
me iba con la incógnita de todo aquello que hubiese querido preguntaler, mientras él me
decía en un inglés que todavía revelaba su acento árabe, —Vuelve pronto—.
El volver pronto ya no tenía sentido para mí, porque el desierto quedaba atrás.
Jamás tendría la oportunidad de cuestionarlo sobre el horror o sobre la
incoherencia de aquellos que habiendo destruído su país ahora lo invitaban a vivir
en el suyo. Al momento que ondulaba mi mano y me despedía de él, antes de perderme para siempre entre las avenidas del desierto,
le decía por primera y última vez, —Muchas gracias—.