domingo, 22 de marzo de 2015

Silencio




Estás ahí, lloviendo silencio, empapada de memoria, huérfana de mi ternura y no me divisas entre las avenidas. Mi rostro se difumina en la multitud y mi voz se quiebra en un estruendo para que las calles queden desiertas. Pero tú estás suspendida, distante, con la mirada asomada al borde espejo de tu alma contrita. En tu pupila estrella soy el reflejo fantasma escapado de la cúpula de un sueño. Abatido de indiferencia repito tu nombre: no me escuchas. Yo tampoco me escucho ya, ni veo más mi rostro.

Thomas Tallis - If Ye Love Me


jueves, 19 de marzo de 2015

Peluquero de recuerdos





El fin de semana pasado fui a una peluquería cerca del supermercado en donde hago mi despensa. Me había jurado que no volvería nunca más a ese lugar de pacotilla. Me refiero a la peluquería, pero lo mismo podría decir del supermercado. Hace cosa de algunos meses quedé muy decepcionado al ver como un par de jovenzuelos pseudo-peluqueros dudaban a la hora de cortar la patilla o el fleco, como si un tijerazo o el deslizamiento de la navaja sobre la piel equivaliera a dar un salto ciego al vacío. Los vi cerrar los ojos, incluso. Nada de eso hubiese sido motivo de mi enojo si su torpeza e ineptitud no me hubiera hecho esperar indefinidamente. Al final les dije que no me cortaría el pelo con ellos y las cosas terminaron mal.

Esa mañana una emergencia me llevó nuevamente hasta ahí. Necesitaba cortarme el pelo cuanto antes y no sabía de ningún otro lugar tan barato. Donde los precios son bajos el servicio es aun más deficiente. Eso me quedaba claro en la desorganización con la que se manejaban. Una cantidad inmensa de jóvenes y viejos esperando sin que a nadie se le asignara turno. En algún momento uno llegaba a dudar del momento en que debía pasar con alguno de los  peluqueros.

Después de un tiempo que me pareció eterno un joven peluquero árabe me interpeló. Intuí su origen étnico porque había estado platicando mientras le cortába el pelo y rasuraba a un tipo igualmente joven, al parecer de Qatar. La maestría con la que el peluquero manejaba la navaja de afeitar cuando delineó aquella barba espesa con patrones compliados me impresionó. Yo me hacía todo el tiempo cortes incluso con los rastrillos de afeitar. No entendí el porqué de aquellas líneas tortuosas sobre la barba si a final de cuentas el tipo afeitado era bastante feo y feo se quedaría. Intercambiaban diálogos en árabe que obviamente no pude comprender. Un árabe cortando cabello y rasurando, me dije, eso sí es inusual. No, no era inusual. Tal vez inusual era ver a un árabe pobre en esta región del mundo. Un árabe pobre rasurando a un árabe rico (y feo).


Había algo en el rostro del peluquero que me hizo recordar a un viejo amigo. Por subjetividades de la memoria sentí una ligera cercanía y le pregunté de dónde era. —De Chihuahua—, respondió. —You are kidding me—, agregué. Su inglés elemental quedó al descubierto cuando respondió, —No, I will not kill you—. Al lado de nosotros había un peluquero gordo con una barba y un atuendo desaliñados. Mientras le cortaba el pelo a un muchacho anglosajón se dirigió hacia mí: —Es árabe el cabrón, parece mexicano, pero no entiende ni madres de español—. El peluquero árabe finalmente dijo —I am from Irak—. Y no supe en ese instante si se había deslizado por su rostro el fantasma de la vergüenza porque yo estaba de espaldas al espejo mientras él me ataba una bata azul al cuello. Dijo que llevaba cinco años viviendo en este país y que su inglés iba mejorando. Le comenté que siempre me había llamado la atención el idioma árabe y que alguna vez, sin mucho éxito, había intentado aprenderlo; era muy difícil. —It is—. Y fue el último diálogo empático que intercambiamos que no estuvieran relacionadas con las tareas que en ese momento lo ocupaban.

Comenzó a pasar velozmente el filo de las tijeras y mientras hundía sus dedos entre mis cabellos para darle uniformidad al corte, la mente se me pobló de recuerdos y de preguntas que hubiese querido hacerle sin el temor de abrir una vieja herida. Y no la herida diminuta, casi como un rasguño gatuno, que le había dejado a aquel simio ricachón de Qatar a la altura media del cuello. Pregúntarle que hacía en EEUU hubiera sido una pregunta idiota, sin duda. Estaba ahí, lo mismo que yo, con la vana intención de progresar y de escapar seguramente de la vorágine de la violencia. Preguntarle qué sentía ahora al cortarle el cabello y rasurar a tipos que hacia algunos años habían apoyado la invasión y destrucción de su país sí hubiese sido una pregunta válida. La mayoría de los clientes eran estudiantes y por lo tanto jóvenes. Habrían sido unos niños cuando esa guerra estalló, pero sus padres sin duda habrían tomado alguna postura respecto a la invasión. Yo había conocido a muchos de esos individuos autodenominados patriotas, apologistas de la destrucción, encarnizados promotores de guerras cuyo supuesto fin era la propagación de la justicia y la libertad.

Cuando el tipo encendió la máquina para devastar las zonas laterales de mi cabello yo ya estaba pensando en los aviones impactados en las torres del World Trade Center. Ese evento se transformó en un cheque en blanco para promover un sinfín de guerras genocidas, la primera de ellas en contra de Irak. Para justificar el atropeyo se alegó la supuesta existencia de armas biológicas de destrucción masiva. Después de un millón de iraquíes muertos las armas no aparecieron: "ustedes disculpen".
El mundo civilizado y pensante pasó de la indignación a la tristeza y de ahí a la depresión profunda. En México por eso años teníamos a un presidente corrupto y cobarde. Fue quizás esa cobardía la que lo llevó a negarse a apoyar la invasión por el derecho que tienen los pueblos a vivir en paz y a tomar la única acción inteligente de su mandato. Los otros países poderosos observaron silenciosamente el festín de sangre e incluso algunos apoyaron lo inadmisible, aun en contra del consentimiento de sus pueblos. La gente común no quería la guerra, porque sin duda terminaría siendo una carnicería para el pueblo iraquí. Pero la suerte ya estaba echada en el aire y se movilizaron toneladas de acero y de explosivos como si se pusiera en órbita la monumental masa de un mundo. La noche antes de la invasión las sociedades del orbe guardaron silencio. De nada habían servido las protestas de los millones de seres humanos que salieron a las calles repudiando la guerra, finalmente llegó la hora cero. Al día siguiente habría miles de soldados iraquíes calcinados y despedazados por la artillería aérea, muertos sin haber hecho un solo disparo fuera de su propio país. Pelearían en contra de un enemigo invisible como la mano poderosa de Dios, oculto por la omnipotencia del brazo largo de la tecnología. El cielo iraquí se llenaría de destellos y de él caerían mortíferas bombas de racimo. En medio del estruendo el metal al rojo vivo encontraría un sitio entre la entrañas vivas de muchos inocentes. A algunos los aniquilaría al instante, a otros los torturaría largamente, a muchos los incapacitaría de por vida.

 Si el mundo se condolía ante la inminencia del ataque, ¿qué pudo haber sentido el pueblo iraquí, días, horas, minutos antes de la invasión? ¿Cómo se agaloparon los latidos en su pecho cuando sonaron las sirenas? En contra suya no estaban sólo los intereses geopolíticos faltos de escrúpulos de las naciones desarrolladas que deseaban movilizar en el mercado libro sus recursos energénticos. En su contra también estaba una enorme porción de la ciudadanía estadounidense, inepta, dogmática e ignorante, que apoyaba incondicionalmente la invasión. Con tonos patrióticos y mesiánicos secundaban los movimientos del imperio alegando su derecho a defenderse en contra del terrorismo y en pro de la seguridad nacional. Si hubiesen sido capaces de comprender los sentimientos del pueblo iraquí, días, horas, minutos antes de la invasión (y las consecuencias días, meses, años, décadas después), hubieran entendido que los únicos terroristas eran ellos. Se llenaban la boca de libertad y de justicia, para justificar la preservación de sus privilegios económicos y su poderío militar. Estaban embriagados de poder y ciegos de excepcionalismo: creían dogmáticamente en la superioridad de sus valores morales e instituciones, y se sentían elegidos y tocados por una divinidad inexistente.
Cuando él joven terminó de cortarme el pelo, quizás no recordé todos esos detalles, pero sí se movieron muchas emociones dentro de mí. Sentí lo mismo que había sentido muchos años atrás. La movilización de aquel ejercito inexpugnable en contra del pueblo iraquí había sido como un gigantesco martillo impulsado por la arrogancia y la ceguera de un pueblo poderoso e injusto. Y el martillo trazaba un arco mientras se desplazaba muy lentamente hiriendo el aire transparante preñado de inminencia. Y daría un golpe mortal, como cuando un mazo desciende sobre el cráneo de algún animal atado e indefenso destinado al sacrificio. Y después del primer impacto ya todo es irreversible. Y el animal se convulsiona en el suelo antes de perder la consciencia y los que se alimentarán de sus despojos proceden al degueyo. Y nosotros que hemos estado mirando todo desde lo lejos sentimos una pena infinita por él.
El muchacho procedió a quitarme la bata y a remover de mi cuello los cabellos con un cepillo de cerdas suaves. No pude sino pensar en el mundo  como un lugar muy pequeño y absurdo. Una década atrás seguramente había estado en medio de la destrucción o huyendo de ella. Se había movilizado en medio del horror y ahora estaba ahí. Ya nadie lo considera un terrorista ni un asesino. Era sólo un árabe pobre que les corta el cabello a una babel de jóvenes, muchos de ellos pobres también como él. Algunos de ellos tal vez ya habían sido enviados a invadir algún otro país. Él hablaba con todos ellos y nadie negaría su humanidad o su gentileza a pesar de su tono un poco áspero y su mirada severa.

 Al ver como se esmeró por hacerme un buen corte de pelo le di una propia de dos dólares que seguramente no le regaló su paisano, también árabe como él. No se veía que fuera un tipo acostumbrado a sonreír. Pero algo se le dibujó en el rostro que mostraba agradecimiento, fue una sonrisa fugaz. Yo me iba con la incógnita de todo aquello que hubiese querido preguntaler, mientras él me decía en un inglés que todavía revelaba su acento árabe, —Vuelve pronto—.

El volver pronto ya no tenía sentido para mí, porque el desierto quedaba atrás. Jamás tendría la oportunidad de cuestionarlo sobre el horror o sobre la incoherencia de aquellos que habiendo destruído su país ahora lo invitaban a vivir en el suyo. Al momento que ondulaba mi mano y me despedía de él, antes de perderme para siempre entre las avenidas del desierto, le decía por primera y última vez, —Muchas gracias—.

sábado, 14 de marzo de 2015

Simetrías y reflejos II



Algo había cambiado en mí y en ella después de ese segundo encuentro, estabamos más cerca que nunca a pesar de la distancia. Nuestas conversaciones en el mensajero se prolongaban por horas. Algo se había apoderado de mí, comencé a mandarle fotografías de las comidas que preparaba y a elaborar junto con ella planes hipotéticos para un tercer encuentro. Quería volver a verla antes de que terminara el verano y tuviera que irme nuevamente lejos de la ciudad. Tiempo después al reflexionar sobre todas las ternuras y sueños que le dispensé me di cuenta de lo patético de mi conducta. La erupción en mi mente no me dejaba ver la realidad. Incluso sembré unas hierbas aromáticas para nuestro ansiado festín. Iban creciendo lentamente como una invocación inocente de la vida. Algo estaba germinando al mismo tiempo dentro de mí. 

Dijo que sí, que vendría y comencé hacer preparativos para recibirla casi eufórico. En ese momento, mirándola a los ojos, debía confesárselo todo. Frente a frente. Sólo así percibiría la reacción instintiva en sus mirada sin darle tiempo para los arrepentimientos o las segundas interpretaciones. Y aseguró que vendría. Muy pronto cambió de planes y de intenciones:

---Estoy entre la espada y la pared---, dijo, escusándose. ---Voy sólo de entrada por salidad---. Al marido lo transferían del trabajo y ella debía de regresar de inmediato a ayudarlo con la mudanza. Sólo estaría un día en la ciudad para arreglar un pasaporte de su hija ahora que el padre regresaba de sus incursiones en Irak. Me enfurecí y presentí un aura de crueldad en su actitud. Ya en dos ocasiones había dicho lo mismo, que vendría y cancelaba. Decidí desaparecer y no entablar más conversaciones con ella. Había retrasado mi partida y hecho un sin fin de preparativos con la única intención de verla.
 
Los días bochornosos del verano fueron propicios para nadar en la alberca improvisada que nuevamente había armado. También me bebí algunas cervezas que había comprado expreamente para nuestro encuentro. Muchas veces le dije salud y le sonreí a una presencia inexistente. Con mis piernas creé ondulaciones que se expandían y se reflejaban en las paredes de aquel cubó de madera. La imagine ahí dentro, sonriente, dejándose arrastrar en el acompasado vaivén de aquellas olas. Por alguna razón aquello me consolaba y hasta le daba a mi alma una alegría estéril. La alegría de estar en compañía de una imagen vacía y por tanto pura, arquetípica y surreal. El enojo había cuajado en una tristeza magra. 

Por esos días en venganza me desconecté de las redes sociales para perder todo contacto con ella pero a los pocos días recibí un mensaje suyo en el celular. No decía nada concreto, sólo un saludo. Ni siquiera le contesté. No hacia falta. Pasados tres días le expliqué el motivo de mi desaparición. Quería desconectarme de ese mundo superficial de las redes sociales. No agregó nada excepto que respestaría mi decisión.

A los pocos días me entere que había permanecido por más de una semana en la ciudad y se lo cuestioné. Dijo que aquel mensaje lo había envíado con la intención de verme pero cuando se lo contesté ella ya estaba ocupada con otros asuntos. Nuevamente vislumbre vagamente ese misterioso resplandor de crueldad. Se sabía requerida y deseada pero al mismo tiempo esas emociones se amplificaban cuando más inaccesible parecía. Yo estaba muy decepcionado de mí porque el orgullo no me permitió responderle aquel mensaje y de ella, por no haberme dicho explícitamente que quería verme. Nuevamente desaparecí.

Cuando nuevamente la hablé con ella había pasado cerca de un mes. Yo ya me había marchado de la ciudad. Me mandó una foto de su espalda desnuda en el que se veía el mismo mandala pero ahora revestido de colores.
---Es esa espalda que desearía besar y acariciar.

No pude contener decirle, lo mismo que otras veces y ante lo cual no tuvo objeción.





jueves, 12 de marzo de 2015

De viajar solo



Toda la vida he viajado solo. Si la vida es un viaje cósmico y el universo un vasto oceano, porque lo es, entonces he recorrido sus siete mares en soledad. Llego a casa siempre con la certeza de que nadie me espera. Miento tal vez. Cuando vuelvo a mi ciudad me esperan mis perros. Nadie nunca me recibe con tanta alegría como ellos. Pero no pueden hablar, aunque digan más sin las palabras. Ese amor incondicional es un tema profundo del que después tendré que hablar.

El desayuno, la comida y la cena las ingiero siempre frente a una silla vacía. Sé que hay personas a las que la dinámica de mi vida les aterrorizaría. No conciben los días sin intercambiar alguna anécdota o algún sentimiento: así sea una trivialidad o una cursilería. Para ellos el mundo es muy grande y para achicarlo hay que compartirlo; así sea con el enemigo.

La soledad es a veces una cuestión geográfica y generacional. En algunos países la soledad es la norma y nadie pilla ni cuestiona nada. Es lo que hay y si se pagan los recibos y uno es autosuficiente eso lo convierte en persona "decente" y a las personas decentes no se les cuestiona.

En otros lugares, como el sitio de donde provengo, la gente solitaria es vista con desconfianza. Se piensa de inmediato en un individuo defectuoso. "Algo debe estar haciendo mal", murmuran. Cuando una de mis sobrinas se molestó conmigo lo primero que pronunció fue aquella frase inolvidable: "Por eso estás solo". Dada su joven edad supe en ese momento que entre mi familia ya circulaba una versión oficial en torno a mi persona. La del tipo por quien nadie da un carajo en términos sentimentales y que está destinado irremediablemente a quedarse "solo".

Sin embargo abundan los matrimonios disfuncionales y sin amor donde el único aglutinante es el compromiso o la conveniencia mutua. El mundo está lleno de gente que vive enferma de infelicidad, lo he visto. A veces esa infelicidad se les mete dentro de la piel y los infla al grado de hacerlos indiferenciables de una botarga. En las regiones de donde yo provengo muchos matrimonios quedan sellados no por amor sino por un coitus interruptus mal aplicado. Matrimonios en donde el equilibrio no es la comprensión y el respeto, sino la indiferencia mutua. Es un tema largo y complicado que no es posible abordar sin criticar ciertas instituciones tal vez ya obsoletas cuando no mal cimentadas en nuestras sociedades. Una de ellas el matrimonio, la otra quizás la familia.

Pero aun así los escucho decir telepáticamente "ahí va ese solterón"...

Pero todavía me falta hablar de las increíbles ventajas de vivir solo.


 


miércoles, 11 de marzo de 2015

Las limas, el paladar y la memoria.


Me he hecho aficionado a una fruta cítrica que proviene de la India. Es una fruta dulce como una naranja que carece por completo de acidez. Sin embargo deja en el paladar ligeros tonos amargos como los de una toronja. Algunos la considerarán un cítrico desabrido. A mí me gustan, me gustan mucho. Hablo de ellas en plural porque ahora me acerco a ellas desde el plano inmediato de las sensaciones y no desde las abstracciones taxonómicas. 

Hace unas semanas me las topé por primera vez en esa tienda de supermercado aborrecible en donde hago mis compras desde hace ya casi cuatro años. Cuando partí la primera y la probé me transportó misteriosamente a mi infancia. Sí, como le ocurre al protagonista de Marcel Proust en Por el camino de Swann. Me encontré de pronto en alguna región del estado de San Luis Potosí al pie de un árbol con un sol templado inscrito en la frente y un verdor diseminándose desde lo alto de los cerros, cubriéndo toda la extensión de la tierra observable. Por aquellos años mi abuelo materno, al que conocí por primera y última vez, vivía ahí. Tenía unas parcelas en donde se sembraban cítricos por las propiedades especialmente fértiles de la tierra. Aquella era una región bellísima de bosque tropical a la que llaman la huasteca. Mientras más hundía los dientes y el paladar en la pulpa más me adentraba en los recuerdos. Fui hasta ese instante en que mi padre partió la entonces desconocida fruta que lucía como una naranja descolorida y dijo, 

 —Es una lima, pruébala.
 
Mi padre aparece en muchos recuerdos siempre mostrándome un mundo novedoso, no con los ojos sino con el paladar; esa es otra historia a la que quizás luego tendré que volver. 


Durante estos días he estado comiendo limas con tanta avidez que desaparecen antes de que termine la semana. A diferencia de aquel instante ahora serán estos ahoras los que queden inscritos en su sabor dintintivo. No es una fruta común en estas regiones. Así que cuando me vaya de aquí, porque mi tiempo está llegando a su fin en esta región del mundo, no sé cuánto tiempo pasará hasta que las vuelva a encontrar. Sé, sin embargo, que todo este extraño limbo emocional en el que me encuentro, alejado de toda certeza y atrapado por la vorágine del destino, quedará en el matiz dulce y amargo que aflora del corazón y la pulpa de una lima...

deshaciéndose desde el borde de mi paladar hasta el interior de mi memoria...



sábado, 7 de marzo de 2015

Efecto Dominó




Mi hermano tenía la costumbre de dirigirme comentarios sutilmente agresivos. Buscaba con avidez mis puntos débiles, que ya conocía, y comenzaba a atacarlos cincelando poco a poco hasta penetrar al interior de mi mente. Ese día regresé de la calle de patinar, llevaba puestos unos patines de línea. Por algún motivo comenzamos a hablar sobre fútbol. Quizás quise referirle alguna impresión o anécdota, ahora me doy cuenta de que durante muchos años estuve buscando su aceptación pero lo único que encontraba en él era siempre rechazo. Esa noche atacó de inmediato el flanco de mi torpeza en los deportes. Yo no tendrían nunca la oportunidad de disfrutar de ningún deporte. Era un inútil, me hizo saber. Pero eso sí, siempre me quedaría la opción de salir a correr. Y se burló.


Salí molesto y confundido a la calle como era su intención. Me encontré con un par de niños más pequeños que yo. Íbamos a chocar y para evitar el impacto tuve que coger su bicicleta por los manubrios. Estaban jugando y no tenían mala intención pero se rieron de mí. Lo que traía acumulado lo escupí en un par de palabras malsonantes que seguramente no se merecían.


Al poco rato llegó el hermano de aquellos niños. Debía de tener más o menos mi edad pero era más robusto que yo (casi todos los eran). Me amenazó y antes de que pudiéramos razonar lanzó un primer puñetazo que no logré esquivar del todo. Yo llevaba todavía los patines puestos y me conectó a la altura de la cabeza. Ante el peligro mis sentidos se agudizaron y logré esquivar los demás. Corrí hasta mi casa para protegerme de la agresión. No se cómo logré abrir el portón y entrar a la casa pero en ello ya había algo de mérito porque el tipo tenía la intención de tirarme al suelo y rematarme a golpes ahí. Antes de entrar a la casa pude sentir el latigazo de una patada mal conectada a la altura de la pierna. Hubo un escándalo en ese instante porque intervino mi madre. Ella vio cuando corrí para protegerme y se enfureció por el ataque visceral ante el cual yo estaba en desventaja. Sacó a colación antiguos rencores hacia la familia de aquel muchacho y le dijo: "Eres un desgraciado igual que tu padre". El chico le respondió con algunas groserías, diciendo que yo ya no era un niño y que tenía cabellos en las regiones prohibidas. Lo salí a buscar y tuvimos algunas escaramuzas. Yo ya no quería pelear pero impulsado, nuevamente por mi hermano, salí con la idea de que debía de proteger el "honor" de la familia. Al final no llegamos a liarnos del todo a golpes pero en medio del escándalo y cuando todo terminó, yo me sentí muy humillado.

Por mucho tiempo pensé que ese muchacho era un cobarde, y lo odié. Y en verdad sí era todo un matón pero había una energía oculta que movilizó aquellos eventos y que en aquel entonces no fui capaz de ver. Ahora comprendo que él, yo y madre fuimos solo piezas de un dominó perverso que alguien más había puesto en movimiento. Hay mucho que se encierra en el tono y la intención de las palabras. La crueldad o la bondad con la que nos dirigimos a los demás en verdad generan olas que llevan consigo disonancia o armonía, a veces son tan fuertes que sólo se disuelven en las playas serenas del final del tiempo.