domingo, 22 de febrero de 2015

Muerte e indiferencia


Muchas veces, entre la vigilia y la consciencia, aflora una idea recurrente en mi consciencia: Qué significa morir. Es una pregunta extraña. Sé que la muerte representa el cese de las funciones biológicas. Quien se muere ya no responde, no se queja no se mueve y por lo tanto no desea ni anhela. Somos ya para toda la eternidad una materia inanimada. Si la máquina no está funcionando se apaga la llama de la consciencia. Nos hemos llevado con nosotros todas nuestras ternuras. Las que dimos y las que no a falta de no tener quien las recibiera. Con el resplandor de la personalidad también se extinguen el residuo de nuestros deseos: los fracasos y las decepciones tan vinculados a ellos. No afirmo, sugiero. Es lo que nos dicen nuestros sentidos inmediatos y el sentido común al ver al cuerpo inerte e indiferente a los estímulos. Pero el sentido común muchas veces engaña.

Pero no nos vamos del todo. Al menos no de inmediato. Por algún tiempo, siempre indefinido, seguimos apareciendo. Vivimos en los sueños de alguien, aunque reducidos, es cierto, a un mero símbolo, a una simple alegoría de los movimientos mentales de ese que nos sueña. Si un día fuimos oficiales controlando el tráfico de una enorme avenida haciendo gala de gracias marciales y dispensado inclusive sonrisas a los automobilistas, ahora somos la rigidez de un letrero vial qe tal vez diga ALTO, DISMINUYA LA VELOCIDAD u HOMBRES TRABAJANDO.

Vivimos una vida frágil en los recuerdos, como seres bondadosos o perversos. Todos tienen caras y perspectivas distintas del poliedro de caretas que un día fuimos. Hicimos crecer flores pero también levantamos polvo con nuestros pasos, a veces sin querer. Pero desde el vacío que nos reclama seguimos migrando, y nos desplazamos. Somos fantasmas asomándonos como por ventanas al mundo a través del aliento de las conversaciones de esos que todavía nos nombran. Pero ya pronto nos extinguimos. Nadie se queda en la memoria mucho tiempo.

También pienso en la muerte esos otros días extraños. Cuando alguien se desliza fuera de las aurículas del corazón. Será porque esos adioses acrecientan la distancia y la vuelven enorme, infinita, insalvable... Son adioses amargos que se extienden a lo largo de los días. Son monólogos ante el silencio. Son fantasmas que ya nunca escucharán todo lo que no hubo tiempo de decirles:

 —¿Sabes que cuando yo tenía tres años y mi hermano ocho nos mudamos a una colonia de solares baldíos y calles de terracería donde soplaba un viento preñado de silencio? No había casas alrededor. Desde un montículo enorme de tierra vislumbramos a dos niños que venían a nuestro encuentro. Intercambiamos miradas, luego un saludo, después unas sonrisas. Fue como si nos anduviésemos buscando desde muy lejos. Fueron nuestros primeros amigos y de mi hermano, los de toda la vida.


Nos inventamos diálogos para llenar el vacío y nos convencemos de que el fantasma nos responde y lo que es más, que todavía muestra interés en escucharnos. Le reservamos incluso un espacio desde donde escucha lo que ya no articulamos. Pero en donde ha habido muerte, o distancia, muerte al fin, tarde o temprano llega la resignación, luego el olvido, finalmente la indiferencia.

Toda separación, toda distancia imposible de sortear es una muerte y un corte profundo. Por eso me gusta asomarme a la esencia inaccesible de esos seres desde el borde todavía fresco de mis sentimientos antes de que la erosión del tiempo los resquebraje. Entonces me proyecto hasta un futuro incierto en el que verdaderamente se extingue su llama y me despido de ellos. Mi despedida es efusiva y preñada de ternuras. Sólo así puedo decirles realmente adiós, antes de que se me mueran, antes de que se me deshagan como espejismos en la arena, antes de que sean para mí poco menos que la hoja seca que cae para siempre lenta y acompasadamente, ciega y sin voluntad, incapaz de comprender hacia dónde va.




No hay comentarios:

Publicar un comentario